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EN SALUD, ARTE Y SOCIEDAD

De las ciencias, la cultura y sus prejuicios

...no es nada difícil en­contrar arbitrariedades, cuando no fantasía, en la estructura y el funciona­miento de la naturaleza... Las cosas son así. A otro nivel, también en nuestro universo físico tiene cabi­da la arbitrariedad. Jacob Françoise.

En su afama­da obra “El juego de lo posible”, Ja­cob Françoise (Francia: Nancy, 1920 – París, 2013) nos sumerge en un discurso donde cul­tura y ciencias presentan sus discordias, coinciden­cias y conflictos.

El de este biólogo y mé­dico francés, que com­partió el Premio Nobel de Fisiología o Medici­na (1965) con André M. Lwoff y Jacques L. Mo­nod, es texto magnífico. Y, sobre todo, científico. Advierte lo peligroso de la tradición mitológica (cultural) para las cien­cias, al indicar lo infun­dado del pensamiento pre condicionado por in­flujos fantasiosos. Ilustró este atavismo afirman­do: “Es la idea —ciento veinte años después de Darwin— de que si exis­te vida en algún lugar del universo, debe producir animales parecidos a los que pueblan la Tierra” y “evolucionar necesaria­mente hacia algo similar a los seres humanos”.

Sin pruebas ciertas que sustenten sus afirmacio­nes y supuestos, esa cul­tura humana ha desa­rrollado un sistema de constructos gnoseológi­cos formalmente meta­fóricos pretendiendo que ilustran sus “verdades”.

En incursiones ante­riores referimos ese apo­yo de las metáforas a las ciencias: para graficar realidades aún no tradu­cibles a los lenguajes, sis­temas de convenciones y saberes conocidos, para esbozar el mundo, sus ám­bitos y cosas desde sus ca­pacidades trópicas.

Separar esas aguas —la fantasía dada como ima­ginario personal de la rea­lidad dura— es función científica. Desechar afir­maciones infundadas y asumir las documentadas desde la Historia y demás ciencias. Esta obra publi­cada en 1982 por Grijal­bo, Barcelona, convocó a este ejercicio metódico, de pensamiento racional.

Para abordar la “mez­cla sutil de creencia, cono­cimiento e imaginación” que “conforma ante nues­tros ojos la imagen siem­pre cambiante de lo posible” desde un determi­nado sistema cultural con­dicionado por un amasi­jo de praxis y habilidades, tecnologías, credos y co­nocimientos acumulados: por límites específicos.

Ante tal, la humani­dad carece de opción. En las interrelaciones que es­tablece con los fenóme­nos, especies y recursos que encuentra durante sus aventuras —a través de la naturaleza, la socie­dad, el espacio y el tiem­po— conoce y discierne sobre ellos. A veces sobre un mundo tan originario que, como de Macondo dijera García Márquez,

“era tan reciente que mu­chas cosas carecían de nombre, y para nombrar­las había que señalarlas con el dedo”.

Reconocer tal eficacia de las metáforas y otros tropos para describir ha­llazgos sorprendentes no justifica hacer mi­tología de las ciencias; tampoco obviar que, como señalara Jacob François: “Hace ya bas­tante que los científicos han renunciado a la idea de una verdad última e intangible, imagen exac­ta de una «realidad» en espera de ser desvela­da”.

El autor libera a los científicos de los daños causados a la humanidad por su utilitarismo por los dogmatismos y abu­sos del poder. Dice: “No sólo por intereses se ma­tan los hombres entre sí. También por dogmatis­mo. Nada hay tan peli­groso como la certeza de tener razón. Nada resulta tan destructivo como la obsesión de una verdad tenida por absoluta”.

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