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El dedo en el gatillo

La soledad del corredor de fondo

Las coincidencias pue­den abortar. Igual que las raras colecciones de monedas antiguas sin fecha de caducidad. Las coincidencias vuelven cuan­do nadie se imagina. Lo que puede ocurrir en la mente del egregiose llama soledad. Es el ritual de quien da vueltas al camino sin pensar en su final. Una vez soñé en las artes. Mi madre puso algo más que su ra­zón sin percatarse que yo sería el destino de su propio sacrificio. Mi madre ya no está en la casa pa­ra darle un beso cuando llego del trabajo y mi esposa se desdobla en daga justiciera implacable sin pen­sar que mi cariño no es solo aco­modarla como puedo. Sin embar­go, tengo una vecina que se alegra de verme en las mañanas. Me salu­da y me desea lo mejor. Me ve co­mo un sobreviviente de los amane­ceres. Se da cuenta que no temo. Salgo a caminar como los lagartos que inundan las paredes de mi ca­sa. Ella sabe que tarde o tempra­no quedaré al aire libre, multiplica­do en juegos de azar. Pero eso no le importa. Me congratula por sa­ber que no doy mi brazo a torcer y siempre hago algo inesperado en vez de soñar con la extrañeza.

Temo saludarla como debería. No por falta de fe, sino por intui­ción. Es una señora mayor. Al verla pienso en mi madre y en su deseo de exclusividad.

Ella no tiene la guitarra que mi progenitora esculpía en noches de verano, detrás de la ventana enre­jada, esperando al viajero esca­pado de su brazos en busca de su propia vida. Pero sí puede descu­brir que he sabido saltar por en­cima de trampas.

Yo también la observo. Pade­ce una rara enfermedad y sale a caminar cuando nadie la ve, con la cabeza tapada y un abrigo in­menso que le cubre hasta los de­dos de la mano. Nunca ha cono­cido el sonido de mi voz, Pero sé que lucha contra algo que no puede controlar. Trata de no de­jarse apagar y sonríe porque piensa en sortilegios.

No he conocido a otra persona con más capacidad de soportar la ausencia que mi madre.

Fueron más de veinte años es­perando mis cartas y llamadas. Como sus ojos ya no distinguían letras ni eufemismos. Siempre en­contraba a alguien que le rastrea­ra el amor escondido entre aque­llos papeles de mi puño y letra.

Su estoicidad me plantó. Vi­vir con su recuerdo fue oficio de valientes. Y enfrentar el dilema de su ausencia me graduó de im­placable.

Entre mi madre y la vecina que me saluda cuando salgo a caminar en las mañanas no llue­ven los milagros, pero sí las ad­vertencias a favor de un tiempo que no cree en malabares por un sueño interrumpido.

En mis viajes a La Vega, un se­ñor caminaba por la calles mi­rando de frente. Era extraño aquel sujeto que iba y venía en busca del sudor. Varias veces pu­de saludarlo y él, igual que lo ha­ce ahora mi vecina, me devolvía el afecto. No sé que pensaba de mí, pero lo recuerdo al salir de casa y encontrar en mi vecina un saludo inesperado, un gesto de afecto que creía perdido.

Por esos días veganos, yo tam­bién eraun caminante. Viajaba para dejar atrás la soledad des­encajada y, sin darme cuenta, descubría sombras andariegas como aviso de mi cercano por­venir. No me cubría la cabeza ni protegía el cuerpo con un abrigo que ocultaba mis dedos entumi­dos. Aquel suceso extraño podría confundir.

Tal vez pongan en mi boca fra­ses inexactas. Me inventarán ale­ros y tejados de preciosa arqui­tectura. Pero no podrán con la furia de las piedras que se mue­ven en el cielo, ni con el sabio sermón de los sobrevivientes.

Ayer y hoy, y de las más di­versas formas, mi madre no me ha dado por perdido. Ni tampo­co esa gente buena que supo sa­ludarme cuando saltaba al pre­cipicio. Todos saben que estoy a punto de estallar, y no de magia.

No quiero ser sublime, ni bus­car otro final para esta historia rara, Pero ahora recuerdo un cuento de Pepito que aprendí en mi adolescencia.

El niño iba caminando por la calle y de pronto ve a una mujer parada en su balcón sin ropas in­teriores. Al poco tiempo, ella se dio cuenta de que el caminante se detuvo a contemplar su des­nudez, y le espetó:

-Joven, eso que usted hace no es de caballeros,

Y Pepito le responde:

-Y lo que usted tiene, tampoco.

A favor de la buena mujer de mi historia, en estos tiempos los balcones son cerrados.

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