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OTEANDO

Cada quien sabe por qué

En una ocasión, en el momen­to de la transi­ción entre los gobiernos de Leonel Fernández e Hipó­lito Mejía, me encontraba en el antedespacho de este último, específicamente en el local del proyecto deno­minado PPH. La salita esta­ba abarrotada de personas que andábamos buscando que el presidente electo nos dijera en qué instancia de la Administración Pública nos tocaría servir a cada uno. Cuando no –en muchos de los casos–, procurándose la promesa del presidente electo de que les asignaría en el lugar de sus preferen­cias –de sus sueños, para mejor decir– para, a su vez, seguir haciendo promesas a sus seguidores o preparan­do su entramado de “buen servicio a la patria”.

Entre los presentes se en­contraba un político de vie­ja data, el cual esperaba ser nombrado ministro (por en­tonces Secretario de Estado) y le hizo a mi acompañante el siguiente comentario: “...yo quiero ir para tal sitio, pe­ro lo que me está ofreciendo es la Secretaría tal. ¡Y ahí no hay ná!”. Yo me quedé estu­pefacto, porque, como le di­je personalmente a Hipólito en estos días, a cualquiera se le puede antojar, con o sin ra­zón, decir que en su gobier­no, como en casi todos, hubo gente que se quiso pasar –y efectivamente se pasó– de lis­ta, pero que lo que nadie pue­de decir es que él personal­mente le puso la mano a un centavo del erario.

La cuestión viene a cuen­to para apuntar, como siem­pre he dicho, que la corrup­ción es un mal estructural en nuestra sociedad que, en la mayoría de los casos, termina afectando el buen nombre de presidentes lle­nos de buena intención, de­fraudados por verdaderos cleptómanos, cuyas “do­tes”, dichos presidentes no alcanzan advertir a tiem­po y se confían noblemente en manos de aquellos para funciones, a veces, muy de­licadas.

No digo que ese sea el ca­so de la Lotería Nacional, porque no tengo elementos probatorios que lo corrobo­ren y ni siquiera conozco al administrador. De lo que sí estoy convencido es de que el Presidente Luis Abina­der no apañaría la conducta sospechada ni mucho me­nos designaría un adminis­trador premeditadamente para que fuera allí a hacer o dejar hacer eso. Mas, en cualquier otro país que ello hubiese ocurrido, lo prime­ro que hace el administra­dor es renunciar para que el órgano persecutor no se sienta condicionado ni pre­sionado en su labor y pueda hacerla sin ningún obstácu­lo. Pero solo él puede expli­car por qué no lo hace.

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