EN SALUD, ARTE Y SOCIEDAD
La cultura, ámbito de generación de riqueza
“Cuando veas la barba de tu vecino arder…” advierte un adagio popular, para prevenir desastres. Enseña a aprender de las experiencias ajenas; a adoptar medidas ante los imponderables y reducir riesgos y brechas en la gestión de planes y procesos.
Conociendo al observar. Nunca antes tal refrán constituido en axioma rector de las conductas adquirió mayor relevancia para intelectuales y artistas: partícipes y gestores de industrias creativas.
Por doquier se vende la falacia de una debacle sectorial que las crisis desatadas por la pandemia de la Covid-19 contribuyeron a profundizar.
“Argumento” que pretende colocar a los pensadores, creadores y ejecutantes contra la pared de una supuesta carencia de opciones.
La realidad es otra: incluso en Estados Unidos. Este sector registra una resiliencia extraordinaria, colocándose entre los principales en la formación del PIB.
Es natural que así ocurra. En esa economía y cultura política reina una fuerte competencia del talento. Tanto que gobierno, empresas privadas y del tercer sector luchan por obtener servidores que garanticen resultados.
No gente especialista en activar estafas, fraudes, plagios, injusticias o revanchismos.
Lo vimos con el personal del National Institute of Health (NIH). Ni siquiera el ex presidente Donald Trump pudo torcer la política sanitaria a su favor.
Lo que aquí norma, allí es pecado grave, capital, crimen mayor.
Y así andamos desde que Mediocridad y Beocia lograron encaramarse en la gestión cultural, arrasando con intelectuales mayúsculos del sistema: Pedro Henríquez Ureña, Rafael Díaz Nieze, Rafael Villalona, Pedro Mir, Marcio Veloz Maggiolo...Estaban destinados y deseosos de aportar a una gestión cultural de aliento heroico. Beocia y Envidia los serrucharon.
Víctimas, todos, del poder “cultural” abusivo. Sus estaturas, sin embargo, no pudieron empequeñecerlas.
Pagaron el precio a pagar por la integridad en un país donde la política se cimenta en la estafa, el “tú sabes cómo es esto” y la exigencia de entregar —como requería Trujillo al ingresar a los hogares de sus funcionarios, visitando a sus esposas cuando ellos estaban ausentes— hasta el último centavo de dignidad.
Exigencia engreída en medio de la pobreza, acicateada por una propaganda orientada a restar importancia social y económica a intelectuales y artistas. Un discurso sobre el pesimismo cultural con el cual el utilitarismo político de los estafadores desea comprar intelectuales baratos, casi “por ná” para sumarlos como propagandistas y agitadores.
Al no poder ni saber producir algo culturalmente significativo, creen que su incapacidad y carencia de talento norman esta industria marcada por la destreza y la imaginación.
Fue placentero encontrar, en los reportes publicados el 25 de marzo, 2021, sobre el desempeño económico estadounidense que al cuarto trimestre del 2020 las industrias culturales crecieron +3.2%.
Lo hicieron después alcanzar +4.45% del 2018 al 2019, totalizando US$1,16 billones y valor agregado (cuenta satélite) de US$919,688.83 millones. Aportaron así +0.27% al PIB: más que las industrias de la información, negocios al por mayor, gestión empresarial, inmobiliaria, transporte, ventas al detalle y minería.
Resultado impulsado por dos sub áreas culturales: transmisiones, con $155,793.5 millones y las instituciones culturales públicas, con $113,639.3 millones.
La cultura no es, pues, ámbito para pobrezas de algún tipo.