UMBRAL
Bosch conquistó a su custodio
Conocí en un reciente recorrido por varios municipios de la provincia de Azua a una suerte de Román Malinovski, aquel líder sindical que llegó a ser secretario general de la Unión de Obreros Metalúrgicos de Petrogrado y que tras ser apresado fue reclutado por la Ojrana, la unidad del servicios de inteligencia de la policía zarista, desde donde infiltró a los bolcheviques, y aunque se llegó a afirmar que actuó sin ser descubierto por los revolucionarios, el líder de la Revolución de Octubre en su libro “¿Qué hacer?” asegura que el personaje era un elemento al servicio de los zares.
Malinovski fue un “converso” que pasó de ser un militante de los mencheviques a los bolcheviques y llegó a escalar posiciones de relevancia en la formación política que terminaría con el régimen zarista, pues logró ser miembro de su Comité Central e incluso electo en la Duma, alcanzando ser el portavoz de la bancada de “su” nueva organización. Subió, escaló, debido, por su puesto, a sus reales condiciones políticas detectadas por Lenin en los encuentros partidarios. Lo que no está claro, por lo menos para mí, es en qué momento Vladímir Ilich supo del papel que verdaderamente jugaba el diestro agente secreto, sí cuando profesó su “conversión”, o luego de que lograra colocarse en el organismo de alta dirección del partido.
Pues bien, de esta historia que rodó de Petrogrado a Moscú e involucró dos revoluciones, la del 1905 y la del 1917,porque Malinovski, participó en la primera, me llegó como remedo, o más bien como referente aplatanado, el relato de la persona a que hice referencia en el primer párrafo, solo que lo ocurrido con el principal actor de la historia que conocí en la Provincia del Sol, los hechos se produjeron de manera inversa, pues resulta que nuestro personaje, miembro de los servicios de inteligencia de las Fuerzas Armadas de la República Dominicana, tuvo como asignación seguir a Juan Bosch por los lugares en que se moviera: reuniones, entrevistas, mítines, actividades privadas; en fin, vigilarlo de forma meticulosa, para lo cual debía tomar nota, no solo de sus movimientos, sino de las cosas que decía y cómo las decía; de su trato con “los grandes”, de su trato con “la gente normal”; esto es, los ricos o influyentes y la gente del barrio.
De sus notas surgió un proceso reflexivo. El mensaje de Juan Bosch encajaba más en sus intereses que el adoctrinamiento castrense de la época que recibía. Su sencillez no era comprensible para un hombre que veía a un expresidente como a alguien intocable. Descubrió a un ser fuera de lo común, a un individuo que no parecía tener conciencia de su grandeza, que se colocaba en condición de igual con los pobres, que no posaba, que no simulaba, que la fuerza de sus palabras expresaba con claridad el sentir de su interior; y, “como era de esperarse”, dice, “terminé siendo boschista hasta hoy”.