Santo Domingo 23°C/26°C thunderstorm with rain

Suscribete

El dedo en el gatillo

Vida come vida

Amigas y amigos no son eternos. Aparecen, desaparecen y vuelven a aparecer cuando menos se imagina.

Viajan en un tren y se bajan en su parada, no en la nuestra. Pero mientras, permanecen como sabios copilotos; nos acompañan y acomodan.

Cuando se marchan no están perdidos: Van en busca de otros artefactos porque tienen curiosidad y derecho para olerlos.

Amigas y amigos del ayer viven en la magia del tiempo. Los de hoy también un día partirán porque no pueden llevar sobre sus hombros el presagio de la eternidad.

Me he pasado la vida lleno de amigas y amigos. No les he cambiado. Los almaceno junto a mis sombreros. Lo que pasa es que damos vueltas dentro de un edema complicado, como pequeños granos de impiedad que chocan entre sí: Se atraen o se repelen engañados por la fuerza de un imán poco ortodoxo.

Vida come vida y a la muerte hay que mirarla a la cara, porque algún día ella será quien nos lleve a la sagrada reunión con los que se fueron.

Un día de 1989, mientras cenaba con un grupo de veganos, alguien me inquirió:

-Si hubieras sido un marielito, ya tuvieras un yate anclado en el muelle de tu casa.

-No soy hombre de yates. En Cuba pescaba cerca de la orilla, en pequeñas barcazas alquiladas –le respondí con humildad.

Aquella persona no me estaba insultando. Reconoció mi osadía por rehacer mi destino y por amar a mi familia. Y simpatizaba con mis valores profesionales. Pero le resultaba difícil comprender mi decisión de escoger un país como el suyo para emigrar.

-No me arrepiento. Creo que este es el mejor país del mundo –le respondí.

Días después me lo encontré en la calle, triste. Le hice señas y se detuvo. Sus ojos no estaban llorosos, pero su voz temblaba, de rabia:

-La vida es del carajo, cubano. Nos va comiendo sin que nos demos cuenta.

Le pedí un aventón hasta la universidad y a regañadientes me llevó. Por el camino me confesó que un amigo lo había traicionado en un negocio.

-Pero entonces, nunca fue tu amigo –le aseguré.

-Fuimos inseparables –su respuesta fue seca.

-Es que a los amigos hay que escogerlos. Ellos van y vienen.

-Nunca pensé que me engañara –volvió a advertirme.

-La amistad eterna no existe. El afecto a veces tiene un precio. Nadie se nos acerca por gratuidad -concluí.

Mi interlocutor no ocultó una señal de extrañeza. Y me afirmó:

-Hay muchas clases de amigos. Antes de bajar de su vehículo, pensé en el comienzo de un poema revelador, y se lo recité:

-“Dentro de la piel de mis amigos / fluye una materia terrible. En otros tiempos callaba”…

El hombre siguió su rumbo. Imagino su sonrisa al recordar otra parte del poema que antes de cerrar la puerta de su vehículo, le espeté:

“Mis amigos no leen mis cartas / son personajes de alta recompensa/ debo pedirles citas con sus secretarias…/ Tal vez un día me hagan un favor / como quien echa maíz a las palomas”…

Una sonrisa es la mejor despedida para amigas y amigos. La idea no es insistir en su presencia, sino continuar el viaje sin escrúpulo alguno porque otras y otros se subirán al tren y se sentarán a nuestro lado para tendernos una mano.

La piedad, al igual que la amistad, tiene sus límites y hay que darle la espalda cuando comprendemos que puede hacernos daño.

Todavía alejado de mi familia, invertí mis pocos ahorros en juguetes baratos para la lejana Navidad de mis hijos, cuando no podían reunirse conmigo por razones ortodoxas. Los guardé en mi improvisada habitación en espera que alguien los llevara a Cuba. En el impasse, alguien escuchó mi voz entristecida añorando por los míos. Esa persona me contó su pobreza y al siguiente día, antes de marchar a mis labores, le obsequié uno de los regalos que compré para mis hijos. A mi regreso al anochecer, descubrí en mi habitación un reguero de papeles y envoltorios. Alguien había sustraído aquello que compré con tanto esfuerzo.

Di parte a la Policía y a mi llamado acudieron un par de agentes comprensivos, solidarios con mi denuncia.

Horas después descubrieron la identidad del infractor: era el mismo a quien le obsequié una de mis inversiones infantiles.

Si hago esta historia es porque aquel hombre no mostró piedad. Juró inocencia, me llamó mentiroso e intentó demostrar aquel invento para perjudicarlo.

Fui a visitarlo a la celda del destacamento antes de que lo llevaran a la cárcel de Ciudad Nueva. Cuando le pregunté por un motivo, ni se tomó la molestia de mirarme. Los juguetes hurtados nunca aparecieron aunque los policías registraron su hogar y las pertenencias de sus empobrecidos hijos.

-Los vendió para comprarse unas cervezas, alguien comentó.

Aquella Navidad, mis hijos se quedaron sin juguetes y de nuevo conocí las aristas de la incómoda amistad. Y esa noche universal recordé la fábula vegana sobre aquel supuesto yate anclado en mi ilusoria casa de Miami por haber sido un marielito. De haberlo hecho, mis hijos tuvieran otro rostro. Y no habrían conocido la felicidad dentro de aquella supuesta embarcación. No tengo estirpe de famoso. Soy un simple escritor encerrado en mis libros. Vida no come yate. Vida no come hijos. En cambio, vida sí come vida.

Tags relacionados