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El dedo en el gatillo

La educación es peligrosa

Los peces no comen girasoles. Son parte de su propio entramado, tanto fuera como dentro del agua. Por eso corren a través de un círculo vicioso, al igual que los humanos.

Cruzan abismos protectores sin máscaras y sus cardúmenes no guardan distancias. Son “seres sociales”. Les atrae la diversión del baile. Por eso son cazados y sus carnes y cabezas caen en una red sin ventilación artificial. No se dan cuenta de que van a morir, aunque piensan que son invulnerables. Solo creen en la extraña ley de ellos mismos.

En una cueva oscura llena de lechuzas y murciélagos ocurren las peores pesadillas.

En ellas hay margen de retorno y vuelven los tiempos de guerras estúpidas por la destrucción de imperios que no existen porque el mundo en sí es un imperio donde todo es cuestión de resguardar un falso ego y promocionar un cuestionado disfrute.

En las cuevas falta luz. Y la luz lo es todo. Su esplendor canoniza las ideas, florecen los comercios, viajes y aventuras. Se elevan las buenas escrituras, las salas teatrales y los conciertos musicales y danzarios.

No existen guerras a plena luz. La medianoche terminan emociones.

Bajo la luz todo es posible. Los comercios abren y los bancos hacen de las suyas. Se cultivan flores y los autos corren con la prisa de vencer la carrera del reloj.

La luz emana de un epicentro extraño que, según los sabios, se oculta del otro lado del Sol. Pero hay otra versión de su salida: De un lugar extraño, inexplorado, donde es temido entrar.

He visto desafiar a la pandemia. Ya la gente no cree en la medicina, ni en vacunas, ni en la ciencia. Solo sueñan con promesas de gobiernos. Muchos usan mascarillas a partir de la barbilla y otros no. No se guarda distancia. Se pretende vivir como en tiempos de calma pensando en la fábula de la resurrección. Creen que la muerte ocurre en el encierro, sin saber de abruptos despertares en noches de pólvora asesina, no solo vestidas de artefacto nuclear, sino de algo peor: De virus contagioso.

La educación es necesaria, pero también es peligrosa. Es enemiga del libertinaje. Obliga al hombre a romper su propia rutina.

No me refiero a la educación que nace en las aulas, sino en la hogareña, en la intuitiva que obliga a pensar más en uno mismo y en el valor de trascender en un tiempo angustioso.

La lectura de un libro en físico educa mucho más que la virtual. En ella no existen alfileres. Se aprende la importancia de subrayar, reescribir y comentar al pie de una página impresa.

Durante un tratamiento de salud en una famosa clínica privada de Santo Domingo, y dentro del pequeño espacio destinado al Departamento de Radiología, se aglomeraban más de cien personas, todas con mascarillas “a boca de jarro”.

El usuario salió de allí enfurecido. Al comentarle a un eminente médico semejante atrocidad, este le comentó: “Mira, ya estoy cansado de pedir que el inmenso teatro sin uso de este hospital es el mejor centro de reclusión de los pacientes aglomerados en varios departamentos claves, y desde allí ser llamados en orden. Todos me dicen que sí, pero nadie se atreve a enfrentarse a esa masa asustada que lo único que quiere es salir rápido, aunque sea para recluirse en un camastro con respiración artificial”.

Todas las mañanas camino por el barrio donde vivo, no muy selecto que digamos. Como salgo temprano con mis dos mascarillas colocadas donde deben, veo con esperanza a otros que también las portan. Al regresar, prepararme, y salir a mis labores, el panorama cambia. Suceden aglomeraciones innecesarias, las personas se juntan, conversan y caminan como a principios de siglo XXI, como si de nuevo fueran a caer las Torres Gemelas por un enemigo interno en vez de un ataque suicida. Los colmados reciben a los clientes sin exigirles protección.

Ya en la tarde esas visiones dan paso al tumulto, a la chercha, al dominó, al alcohol, al jolgorio gratuito. No es el ansia de salir del encierro, es la maldita manía del disfrute “a como dé lugar” sin importar el ciudadano que cruza a su alrededor.

Y nadie puede contra eso. Ni la policía, ni los anuncios de Salud Pública, ni políticos, ni empresarios, ni los millones de incinerados. Muchos prefieren morir. No creen en el virus mortal y prefieren que el relajo se apodere de sus ensoñaciones. Y bajo ese estigma puede ocurrir lo peor. Como el cardumen de peces ilusos que cae dentro de la red.

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