Santo Domingo 23°C/24°C moderate rain

Suscribete

El dedo en el gatillo

Los favores se cobran, y caro

En estos años de intenso periodismo he tenido que lidiar con agujeros que a cada rato amenazan mi razón. Algún que otro iluso le ha puesto precio a mi deber profesional.

Lo conté una vez. Cier­tos personajes se acer­caban al editor en bus­vca de un espacio para inflar su ego. Buscaban vanagloria. Pretendían sus nom­bres entintados en la página im­presa, e imaginaban a millares de lectores agraciados por las “nove­dades” de esas “figuras públicas”.

Nunca me entretuve en soñar despierto: ni congresos, ni rega­los, ni viajes, ni comidas, ni dine­ro bastarían para firmar elogios, fratricidios.

No soy rico, pero renté de mis propios bolsillos la mitad de las ve­ces que cruce el charco para besar a mi familia italiana y procurar do­cumentos de un cineasta domini­cano, olvidado, como toda gente ilustre que piensa por su propia ca­beza.

Ni embajadas ni fundaciones me enrolaron en vuelos retributi­bos. Tampoco lo hicieron los pa­trocinadores de mis libros.

No estoy llorando miseria: en estos años de intenso periodismo he tenido que lidiar con agujeros que amenazan mi razón.

Algún que otro iluso ha pues­to precio a mi deber profesional, y otros han prometido villas y casti­llas a cambio de sermones lauda­torios. Ningún caso ha mellado mi tozudez. En una democracias no se puede ser pobre, pero tampo­co estúpido: ando en un vehículo de tercera mano; soy vegetariano y no me las doy de galán en busca de aventuras amorosas.

Muchos me mascan y no me tragan. De veras, lo lamento. Al­gún día comprenderán que los favores son los colmillos de una trampa.

En Cuba aprendí una lección. Co­mo no quería graduarme de abo­gado, entregué mi examen final en blanco. Dos semanas después, va­rios compañeros me invitaron a pa­sar por la tablilla de notas. El profe­sor me aprobó con 100 puntos, la mejor nota del aula. ”Serás un buen escritor pero un mal abogado. Te lo advierto, pero no puedo quemar por un capricho al mejor alumno de mi clase”. El favor de aquel cate­drático me fue devuelto con mi pro­pia moneda. Un año después anda­ba escribiendo y concursando en La Habana de antaño, a la cual tampo­co le pedí favores a cambio de mi entrega oportuna.

En Santo Domingo pasé casi cin­co años visitando personalidades. Todas con esmerada educación me abrían sus puertas y también me las cerraban: traer a mi familia de Cu­ba era un tabú que solo podía cum­plirse a cambio un gran favor.

“Famosos” personajes y polémi­cos gestores culturales me intenta­ron comprometer poniéndole pre­cio a mi cabeza. Por suerte, pude vadear ofertas indirectas con una hondonada de excusas, Comencé a comprobar que la soledad es un atenuante contra el ego. Lo mejor, para no escuchar “propuestas inde­centes”, era asumir “ausencias de­centes”.

Por suerte, mis verdaderos ami­gos dominicanos comprendieron el tipo de cerebro escondido den­tro de mi cráneo y colaboraron para que mi existencia fuera lo más feliz posible.

La primera vez que pisé el Pala­cio Nacional de Santo Domingo lo hice al lado de un amigo que lleva­ba un extraño bulto en sus manos. Fuimos directo a la oficina de un al­to funcionario y allí, entre charlas y café, mi acompañante le entregó el bulto. Era una medalla de oro de 24 kilates con la imagen de la Patrona de Cuba. Aquel señor no ocultó su satisfacción por el presente, hecho que mi protector aprovechó para decirle: “Necesito que le hagas un favor a este amigo”. A las pocas se­manas, mi familia llegó a Santo Do­mingo.

El último intento de agraviar­me fue el de un lector que pre­tendía mi favor por encima de la vulnerabilidad del tiempo. Se me acercó con aparente humildad, primero, para editarle un libro de cuentos infantiles y, después, una extensa publicación en las pági­nas del periódico donde me gano la vida. Como en ambos casos le expliqué con sobrada amabilidad que ambas solicitudes no podían ser posibles, le escribió a mis res­pectivos jefes superiores anexán­doles los respectivos documentos, para que hicieran justicia ante el editor testarudo.

Por suerte, no puedo quejarme de mis superiores. Ellos me cono­cen y saben que llevo más de 45 años entre libros y periódicos sin in­clinar la frente ante nadie.

¿Los favores? Son animales in­dóciles que salen de su cueva cuan­do nadie se imagina. Sé el precio a pagar cuando el deber se pretende comprar. Si viviéramos en otro lu­gar ya me habrían convertido en un brillante repartidor de pizzerías.

Pero por suerte no me ha dado la locura de escapar de Santo Domin­go. Aquí, con lo que gano, tengo ca­ma y mesa aseguradas. ¿Necesito algo más para ser aplaudido?.

Tags relacionados