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MIRANDO POR EL RETROVISOR

Las vueltas de la vida a ritmo de tambora

El viernes pasado tuve que ir a la Universidad Dominicana O&M, ubicada en el Centro de los Héroes de la capital, donde soy docente desde hace 15 años en la carrera de Comunicación Social.

Justo en la verja perimetral del edificio que aloja a la Corporación Dominicana de Empresas Eléctricas Estatales (CDEEE) estaba él como de costumbre, tambora colgada del cuello, entonando un merengue, y con el sombrero cerca de sus pies para recolectar el dinero que suelen dejarle algunos transeúntes para premiar su talento.

Siempre he pasado a su lado con tanta prisa que nunca había reparado en lo que toca con ese instrumento tan emblemático en la interpretación de nuestro ritmo autóctono: El Merengue.

Quizás don José, así me dijo que se llama, no sea un tamborero tan diestro como Ángel Miró Andújar, apodado Catarey, uno de los percusionistas más destacados del país y quien falleció el 17 de julio de 1988 en un trágico accidente cuando se encontraba de gira artística por Venezuela junto al grupo 440 del cantautor Juan Luis Guerra.

De hecho, el músico callejero reconoció que ese día su tambora sonaba un poco desafinada, pero de todos modos me extasié escuchándolo y olvidé por un instante como la vida transcurría frente a mis ojos tan distinta a la que solía ser hace poco más de un año.

Personas sin rostros caminando presurosas, una universidad casi solitaria, vendedores ahora ofertando gel y mascarillas en lugar de las mercancías acostumbradas, conductores apurados para que alcancen las horas de días más cortos y el olor a miedo frente a un letal virus que se expande y ahora también se diversifica con nuevas cepas.

Mientras escuchaba el repicar de la tambora de don José pensaba como el ser humano puede pasar tan rápidamente de un momento de inmensa felicidad a otro de una amarga tristeza. Lo he vivido en diferentes etapas de mi vida, pero sin dudas la semana pasada fue uno de los episodios más aleccionadores, quizás debido a la realidad tan angustiante que padece la humanidad por la epidemia del Covid-19 y los pronósticos cada día más desalentadores que impiden ver una luz al final del túnel.

Acababa de pasar 10 días maravillosos en compañía de mis hijos que vinieron al país a visitarme desde Estados Unidos, donde residen, y apenas cuatro días después tenía que sufrir por la partida de una persona allegada a la familia víctima del nuevo coronavirus.

Con el alegre sonido de la tambora a mi vera, pensé también en los afanes y preocupaciones del ser humano. Quizás prosperar mucho más tu empresa, terminar una reparación en tu casa que ocupa ahora la mayor parte de tu tiempo, concluir tu carrera universitaria, tener un excelente desempeño en tu trabajo, el empleo que perdiste durante la pandemia, tu negocio que se fue a pique, recuperar la salud perdida, cómo manejar una conflictiva relación de pareja o la incertidumbre por ignorar cuándo saldremos de un virus que hace lucir meses como una eternidad.

Dejé unas cuantas monedas en el sombrero de don José, retomé el curso interrumpido y solo pensé en las tantas veces que olvidamos brindar amor a nuestros seres queridos mientras los tenemos cerca, aunque de tanto repetirlo ya parezca un cliché. El Covid-19 se ha encargado de acrecentar con creces un distanciamiento físico que quizás hemos practicado con familiares y amigos desde antes, sin el actual pavor a un contagio que podría ser letal.

Mientras me alejaba, la tambora desafinada de don José todavía repicaba junto a los últimos versos de ese merengue que popularizó Fernando Villalona dedicado a su pueblo natal Loma de Cabrera, y pensé en el país completo: “En un rincón de mi país, está mi pueblo. Me vio crecer y junto a él forjé mis sueños. Me dio su amor y bajo el sol alcé mi vuelo. Y hoy quiero volver a ti, mi pueblo”.

Añoré volver a la tan anhelada normalidad y, dejando a un lado los afanes y preocupaciones de la vida, solo avanzaba con el deseo de abrazar a todos cuanto quiero, porque en el próximo segundo no sé si podría hacerlo.

Son las vueltas de la vida, muchas veces al ritmo de una desafinada tambora.

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