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El fantasma del dominio

Resulta alar­mante el nivel de contagio que estamos experimentan­do en los últimos días. Es alarmante la tozudez que acusa gran parte de la población en lo referente a las advertencias de las autori­dades del gobierno para que mantengan el distanciamien­to físico y observen todas las medidas de prevención que conlleva evitar el contagio por el Covid-19.

No hemos dado con la que tenemos y se anuncia el brote de una nueva cepa del virus, o sea, ha mutado. Reputados institutos de investigación y gobiernos del mundo pronos­tican que, quizás, hacia dos mil veintidós se habrá logra­do un grado de mitigación im­portante de la cepa actual. El Covid-19 ha sido devastador en términos humanos, econó­micos y psicológicos. Porque, si bien la muerte es lo más gra­ve, el encierro degenera en in­finidad de manifestaciones pa­tológicas mentales.

Nuestro enemigo nos ha acorralado de un modo tal que a veces piensa uno que no hay ningún tipo de espe­ranzas. A todo esto hay que sumar una miríada de conje­turas provenientes de voces supuestamente autorizadas, a veces, y de voces sin ningún grado de autoridad sobre el particular, que le atribuyen a la etiología del mal, pretensio­nes de dominio y control por parte de grupos económicos -particularmente de las far­macéuticas- y, en otros casos, de grupos políticos, sin que ni una cosa ni la otra soporte el más mínimo análisis, porque la ambición (de gloria, de po­der o de dinero) no opera con tanta benevolencia como para poner a todos los agentes o a las élites de todos los sectores, de acuerdo en todo. Por enci­ma de los intereses económi­cos estarán, en ocasiones, los intereses políticos o, por en­cima de los intereses políticos estarán, en determinadas co­yunturas, los intereses econó­micos. Sería totalmente im­posible conciliar a todos en un propósito único. La codicia y el ego individuales, como fenó­menos psicológicos, no admi­ten el control colectivo mate­rial ni político. Siempre habrá quien quiera más, más dinero o más espacio político -hay que tener en cuenta que uno y otro no son más que dimensiones distintas del poder- y eso hace descartable todo contubernio expreso en esa dirección. Pu­diera suceder que, producto de una estructura de oportunidad político-económica, o sea, de la convergencia accidental de unos y otros intereses, en una determinada coyuntura de tiempo y espacio, surjan pla­taformas de mayor concentra­ción de poder, pero ello nunca sucederá por elección racional.

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