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ORLANDO DICE

Sin asombro ni horror

El mundo no salía del asom­bro y las imágenes recorrían los medios como fantasma de horror. No era el ataque, o lo multitudinario, sino el símbolo que estuvo de por medio.

Los norteamericanos se precian de su democracia, y la gesta no se realiza en la Casa Blanca, residencia del poder, sino en el Capitolio, ícono de indepen­dencia.

La ingeniería democrática se sustenta en tres poderes: Ejecutivo, Legislativo y Judicial, que están supuestos a contra­rrestarse.

Al menos en la concepción de Mon­tesquieu.

Si falla uno u otro lo avasalla, la de­mocracia entra en cuestión, pues no puede existir al faltar el necesario equi­librio.

Un ideal que no se da todas las veces y en ocasiones, aunque como excepción, se produce el fenómeno de presidencia imperial. Como en los tiempos de Ri­chard Nixon.

Los resabios de Donald Trump pudie­ron mantenerse en el tiempo, e incluso llevárselos para su casa y ser la sal de su vida.

Lo que no podía hacer fue lo que in­tentó y que momentáneamente logró: interferir los trabajos del congreso, y menos con una turbamulta.

Ellos –los norteamericanos– sabrán cómo remedian la situación, pero de se­guro que no se quedará en agravio y los responsables deberán pagar las conse­cuencias.

Lo que no sucedió aquí cuando fue atacado el edificio del Congreso Nacio­nal por turberos dirigidos desde dentro y que pretendían forzar puntos de agen­da, votación y aprobación del 30% del fondo de pensiones.

No fue tan grave como lo ocurrido en Washington, pero fue un ataque a un ór­gano público, y los ataques son ataques, importando poco el tamaño de la ofen­sa.

Entre los defectos de los dominica­nos, además de la corrupción, la impu­nidad y el desorden, se cuenta la alca­huetería.

Ese tomar por leve la insolencia, el desenfreno y la conducta desaprensiva de unos pocos que atentos a guapos, o confiándose en la cobardía de muchos, se imponen.

Los diputados fueron cómplices por omisión del penoso desacato de uno de sus colegas, cuando la circunstancia obligaba a penas condignas.

El mundo puede asombrarse y llenar­se de horror, pero no el dominicano que vivió experiencia parecida.

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