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EL DEDO EN EL GATILLO

No te metas con mi abuela

Cuando alguien escribe sus memorias no todo es certidumbre. En ellas caben trasfondos, inoculaciones, salvoconductos y hasta pasión. Tampoco es un arsenal de confesiones poco recurrentes para fomentar un espectáculo.

Con “Año Bisiesto”, José Ángel Buesa recreó poemas y anécdotas en un proyecto literario que pocos han superado a pesar del ostracismo que lo oculta debido a su condición de cubano emigrante.

Nicolás Guillén tuvo otra suerte con sus “Páginas vueltas”. Su insuperable ingenio de permitió involucrarse en múltiples vivencias que incluyeron estampas periodísticas, narraciones poéticas y narrativa de la buena.

Neruda se dejó vencer por el odio en “Confieso que he vivido” (¡Si él se hubiera despojado de su ego para saber la verdad oculta!). El gran poeta chileno intentó enmendar la plana con un tomo posterior: “Para nacer he nacido”, pero se quedó corto. Por suerte, su obra poética es muy superior.

Otras memorias inolvidables, pero ingenuas, salieron de la pluma de su compatriota Jorge Edwards. Ese solo libro, “Persona non grata” le valió algo más que el premio Cervantes de literatura. A pesar de sus injustos ataques a Nicolás Guillén, fue aclamado por su honestidad a prueba de ideologías.

La escritura de memorias como género no debe enfrentarse como un dictado de conciencia, ni con voluntad de estilo. Es otro tipo de literatura. El Gabo impactó al mundo tanto por el título como por el contenido de las suyas: “Vivir para contarla”.

Cuando se escriben memorias, hay que adornar la vida con un toque de ficción. Si no, corremos el riesgo del naufragio. Hay que investigar porque el discurso pude tener doble cara o ser un acto de venganza. El acto de escribir vale la pena.

Si he intentado recorrer algunos de los libros que de una forma u otra me han marcado es porque no sé cómo incluir en las mías cierto episodio revelador.

Mi bisabuelo paterno murió en combate. Fue un guerrero mambí a las órdenes de Antonio Maceo y Panchito Gómez Toro. La condición de Héroe del padre de mi abuela hizo que el gobierno de entonces le otorgara una pensión vitalicia a su única hija, recluida junto a algunas de sus descendientes en una modesta morada del pueblo de Santiago de las Vegas. No fue una suma extraordinaria, pero le permitió sobrevivir por el resto de sus días. Mis tías jamás mencionaron el tema. De labios de mi madre detonó la noticia. Durante su noviazgo, ella indagó los orígenes de su futura suegra y aquel hecho heroico inclinó la balanza a favor de su matrimonio.

El dinero no lo es todo. Mienten quienes presagian tormentas ante la falta de riquezas. Mi abuela nunca recibió diplomas, medallas, ni homenajes por ser hija de un mambí. El gobierno imaginó el consuelo familiar con un simple cheque debido a la sangre mambisa que corría por sus venas. Ella falleció en una humilde habitación, con pocas ropas y rodeada del amor de sus hijos y nietos. Conmigo fue cariñosa y gentil, como si leyera mi naturaleza indomable y me indujera a no creer en amenazas ni en cuentos de hadas. Nuestras breves conversaciones jamás tocaron temas de política y guerra. Supongo la validez de mi presencia frente a otros temas más íntimos y familiares.

El día de su muerte llegué tarde al velatorio por las inclemencias del transporte público habanero. No contemplé su rostro en el ataúd. Preferí conservar para la posteridad su eterna sonrisa.

Este es un episodio para mis memorias, porque rebota en mi interior, ajeno a la subjetividad ficcionaria. Le escribí uno de mis mejores textos. Lo incluí en el poemario “Loco de azul”. Mi madre siempre me rogó deshacerme de esos versos por la naturaleza diabólica de su metamensaje en un mundo que jamás lo iba a comprender. Solo por tratarse de mi abuela desoí los atinados consejos maternos. Era una deuda pública por aquella mujer que vivía rodeada de amor. Nada más necesitaba.

Siempre he pensado que la única forma de abrir la puerta de la intolerancia es derribándola. Por la buenas solo daremos la vuelta atrás después de pasar horas, semanas, meses y años tocando inútilmente. Si algo aprendí de mi abuela paterna fue a no predestinarme.

Estas reflexiones me han devuelto a la importancia de la transparencia. Mi abuela nunca fue a una escuela, pero era cortés, amable, educada y nunca gritó. Era mucha mujer para caer en fanatismos. Por suerte, el recuerdo que conservo de ella forma parte de esa cultura.

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