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OTEANDO

Una vida sin recetas

Está confirmado: el mundo solo se nos aparece como un reflejo fiel de nuestro propio estado de ánimo, el paisaje solo nos devuelve, en belleza o fealdad el estado de ánimo a partir del cual lo contemplamos. No será el mismo paisaje el que vemos cuando estamos saludables que aquél que vemos diagnosticados de una enfermedad terminal. Nuestras percepciones cambian constantemente, para bien o para mal.

Recuerdo que en mi pueblo había una calle -existe aún- llamada Gastón Fernando Deligne, a la que le pusimos el nombre de la “calle ancha”. ¡La veíamos tan grande, que así se nos ocurrió llamarle! Hoy al entrar a mi pueblo nunca dejo de girar a la derecha, en la “calle ancha”, solo para reconfirmar la pequeñez con que me la presenta ahora la variada percepción impuesta por los años y las experiencias comportadas.

También recuerdo mi escuela primaria: sus escalinatas, de no más de siete peldaños, con una anchura de doce metros, se me aparecían como las escalinatas del Palacio Nacional. He ido a visitarla después de cincuenta años y siento como si subiera por las escaleras de un edificio multifamiliar, lo mismo que veo tan encogido, y reducido a espacio de patio casero, ese “vasto territorio” donde jugábamos en recreo. Mi iglesia me parecía una catedral y hoy me parece una capilla.

Nuestros afanes de hoy se resumen y se activan a partir de los deseos no sometidos aún a la pira de los desengaños o a la satisfacción de nuestra pasajera vanidad. Y no hay otra forma de que pueda ocurrir, por eso vemos en los mayores la progresión de una razonada parsimonia a la hora de hacer juicios. Recuerdo, y aún retumban en mis oídos, las palabras de mi padre cuando iba a plantearle un problema que me parecía insoluble, “muchacho, nada es nada, todo pasa”.

Así, siendo la muerte la democracia más perfecta -a todos nos toca en la misma proporción-, muchos prefieren y proclaman que vale más la pena vivir una vida sin recetas, emplearnos en lo que nos entusiasma -aun sabiendo que será pasajero- e ir abandonando lo que deja de interesarnos, pues, total, el final será el mismo para todos. Todos abrevaremos en la fuente de la finitud. Y nuestras grandes obras de hoy parecerán mañana tan pequeñas como aquella calle, aquellas escaleras y aquella catedral convertida en capilla.

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