OTEANDO
Doble no, repique
Lo conocí en uno de esos intentos míos de acumular conocimiento que se quedaron frustrados por causas hasta ahora desconocidas, al menos hasta donde va este artículo. Corría la década de los ochenta y mis amigos José Luis Taveras y Félix Damián Olivares exhibían ya los títulos de sendas maestrías de las primeras implementadas en el área de derecho por la Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra. Se me ocurrió seguirle los pasos en medio de una precariedad que no admitía ese lujo, por lo que hube de desertar al mes, luego de hacer consciencia de dicha situación. Pero nada sucede en vano, allí topé con un ser humano especial, inteligente, cariñoso, vivaz, competente, maestro. Mi admiración hacia él fue estimulada por esas virtudes en la primera semana de clases. Entonces había en la universidad otro maestro, no menos digno y capaz, a quien los muchachos pusieron el sobrenombre de “el Fuhrer”, en franca alusión a Hitler, por aquello de que era implacable a la hora de corregir, si bien era un excelente maestro.
Como mi nuevo maestro no era menos exigente a mí se me ocurrió la idea de ponerle su sobrenombre también, elegí “el Duce”. A él pareció agradarle o al menos eso aparentó. No era alguien que perdiera fácil la compostura ni mucho menos su sentido del humor. Llegó la fecha final de mis días en la maestría, por lo que él asumiendo una suerte de venganza cariñosa me nombró como “el Juidor”, sugiriendo con ello que no aguanté el rigor de la cátedra.
Así seguimos llamándonos hasta la última vez que lo vi: le dije “¡el Duce! y él me contestó “dime Juidor”. Era abogado constitucionalista, historiador, cronista deportivo y consagrado periodista, amó estar en contacto permanente con “el silencio de los libros”, regodearse en “el vicio impune” de la lectura. Ayer, hablando con Negro Veras me lamenté diciendo “¡caramba, se nos fue Adriano! Él me contestó “Emerson aún no me acostumbro a la idea de su partida.
Así era, así vivió, dejando huellas entre todos, huellas imborrables. Dicen que las campanas suelen tañer a diferentes compases: doble cuanto anuncian la muerte y repique cuando anuncian celebración, pero de Adriano Miguel Tejada no podemos llorar su muerte, sino celebrar su vida. Por eso ¡que repiquen las campanas! Se ha ido un gigante, a quien prefiero recordar por su eterna sonrisa.