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El dedo en el gatillo

Suertes y peligros para empezar de cero

Elías Canetti me sorprendió con una frase poderosa.

La escribió en 1973, cuando vivía en Londres, después de recorrer media Europa “en busca del tiempo perdido”.

Era un judío sefardí, descendiente de emigrantes, empecinado en descubrir el lado oculto de las lenguas para transformarlas en variantes de hermosura.

Nunca fue a Cuba. Su pensamiento no cabía dentro de aquel “reino”. A José Rodríguez Feo le debo conocerlo. Las editoriales españolas le enviaban con regularidad joyas bibliográficas. No todos esos tesoros impresos fueron a parar a la biblioteca de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba que él creó: algunos los hacia deslizar, con picardía, a manos profanas. En mi caso, él conocía mi fe patriotera de entonces y por eso ponía en mis manos obras de autores contestatarios. Uno de esos autores fue Elías Canetti.

La frase en cuestión no deja de moverse en mi memoria como retazo de emociones devoradas: “Sólo se cumplen los deseos mezquinos, superfluos, vergonzosos. Los grandes, los dignos de un ser humano, no llegan a realizarse”.

Desde Cuba, y gracias a Canetti y a Rodríguez Feo, aprendí que la escritura es un acto de maldad.

El judío búlgaro no era muy popular en el Caribe a pesar de su Premio Nobel en 1981. Siempre un sefardí inspiraba desconfianza a la camada roja. -Sí, pero no... -se podía escuchar a flor de piel. Era mucho más sensato leer a los poetas militantes por débiles de fueran. Otro de sus apotegmas, también lo hice mío:

“El proceso de escribir tiene algo infinito. Aunque se interrumpa cada noche, la escritura como actividad es una sola y revela su máxima autenticidad cuando entra en escena sin recurrir a ningún tipo de artificio”.

Canetti me abrió un destino escritural insospechado.

Gracias a “Pepe” Feo comprendí que “Poder y Dictadura” son dos palabras con lazos de familia. Suelen dormir en el mismo aposento y darse a mano porque “la razón no es la sustancia de la vida para ellas, sino el desgaste de voces que las invocan para después perpetuarse como buenos sabuesos”. A Rodríguez Feo también le debo conocer la obra completa de Italo Calvino. De William Faulkner me entregó todo su arsenal, al igual que de Thomas Mann. En el caso de Canetti, no es un escritor “espectacular”, de esos que marcan una impronta, ya bien literaria o filosófica. Pero de que las tiene, las tiene. Cuando su pensamiento toca el raciocinio es imposible de olvidar.

He recordado al escritor sefardí porque un amigo a quien respeto se ha reído de mi ocurrencia de echar lastre por la borda al escribir estas memorias. Tiene razón porque no toda mi experiencia puede caber dentro de un libro que tal vez mis nietos se verán obligados de leer. Al recordarme este recurso de los sobrevivientes, reviví una de mis muertes cubanas. Nos sorprendió una tormenta en alta mar, dentro de una pequeña yola. Yo apenas pretendí recoger los avíos, mientras tío Pancho remaba contracorriente para llegar ilesos a la orilla.

Dentro de la yola solo él, yo, los dos remos, la cuerda del ancla, y una lata de aceite vacía con la falsa ilusión de sacar más agua de la yola que la inundación de la tormenta.

Tío Pancho me lanzó al mar bravío atado a la cintura con la soga del ancla. Ese acto me salvó: la yola se estrelló contra una roca costera, y tragando agua, el hermano de mi madre apareció por sorpresa, me sostuvo con fuerza mientras llega a la orilla nadando contra la tempestad. Ese final fue parecido al de mi biblioteca cubana que Rodríguez Feo me ayudó a armar con “escritores y escrituras malditos”. En cuatro o cinco años comprendí que la literatura no es una sirena que recorre las calles en busca de entusiastas, sino un oficio destructor y solitario.

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