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El dedo en el gatillo

Los animales sagrados

Calígula, sanguinario, déspota y sádico, amaba a su caballo. Le puso Iniciato como nombre de pila y le proporcionaba lujos propios de un César. Hasta dormían juntos la noche anterior a las carreras para suplir la nostalgia de la soledad. Ese sueño reparador iba acompañado de un decreto para silenciar a Roma so pena de muerte para quien osara incumplirlo.

Según la historia, la única vez que Incitato perdió una carrera, Calígula ordenó torturar al conductor del carro antes de ejecutarlo, así alargaba su dolor.

Algunos lujos a favor del animal eran una alimentación a base de copos de avena, mariscos y pollo; su piel estaba cubierta por mantos de púrpura y joyería; una villa con sirvientes dedicados a su cuidado, y unas caballerizas de mármol con pesebres de marfil. En ocasiones. el caballo comía en la misma mesa de su amo, y cuando este brindaba en su honor, los demás comensales debían seguirle el juego si deseaban sobrevivir.

Sin embargo, la anécdota más curiosa dejada por los investigadores romanos fue su intención de convertir a su caballo en cónsul de Roma. Basaba esta propuesta en la lealtad demostrada, el cumplimiento estricto de sus órdenes, y la seguridad al cabalgar.

Sin embargo, solo la historia registra el deseo del corrupto. Ningún libro recoge la certeza del nombramiento y solo se exponen sus extravagancias.

Otra prominente figura de la historia. Napoleón Bonaparte, ordenó construir sillas de cuero acolchonadas para ciento veintinueve potros alazanes, desde un Marengo hasta un Montevideo.

Esta predilección por los caballos tenía un trasfondo clínico. Napoleón sufría de hemorroides y no todos los corceles sabían darle el toque de gracia al balanceo de su cuerpo sobre la montura mientras corrían por superficies inclinadas o terrenos accidentados.

Para él significaba una necesidad vital cambiar de yunta como quien lo hace con su propia conciencia.

Caballos aparte, al emperador de Francia le gustaba el figureo. Lo mismo jugaba ajedrez que coleccionaba raras especies de animales a los que les proporcionaba tratamientos exóticos.

Perros, gatos y aves de corral, fueron las mascotas de mi infancia y adolescencia. Exigía esos regalos porque necesitaba amigos desde pequeño. Con los gatos fue más difícil. Éramos parientes, pero a larga distancia. Ellos mantenían su personalidad y no obedecían mis órdenes al pie de la letra. Murieron por ellos mismos y soy feliz al recordarlos porque siempre un pedazo de rebeldía frente al amo no está del todo mal.

En Santo Domingo solo he podido cultivar la inocencia de los peces dentro de pequeños envases que hicieron las veces de peceras. La trama de las mascotas es una lección de vida que puede olvidarse aunque la tengamos de cerca. Pasar la noche en pesebres de caballos puede confundir: siempre las miradas indiscretas apuntan a matar la incertidumbre, y casi siempre el amo sale mal parado. Adornar custodios y vasallos puede subvertir ante la mirada implacable de los “gobernadores del rocío”. Renazco con la vida en apartamentos. Esa novedad habitacional impide el advenimiento de mascotas obedientes que azuzan privilegios dados para humanos.

De todas formas, hay expertos que se las ingenian y mantienen mamíferos comiendo de sus manos, encerrados en oficinas, fincas y edificios al reclamo siempre de una lealtad a prueba de esmeraldas.

El mundo en que vivieron Homero, Aristóteles, Kant o Robespierre no era menos propenso a las atrocidades de este presente. La muerte en la hoguera, en la guillotina y en las batallas campales, cuerpo a cuerpo, con ejércitos barbudos y mugrientos, de mirada incendiaria hacía temblar más que misiles onomatopéyicos.

El mundo de hoy es una ciénaga a pesar de sus valores tecnológicos y la prestancia comunicativa: Egoísmo y violencia, entre otros muchos males, impiden evocar a la moral para que venga a ayudarnos.

Dijo la escritora norteamericana Marianne Moore que no es lo mismo un terreno de béisbol lleno de fanáticos que una hoja de papel en blanco. Y le creo. Es como si alguien se lanzara al vacío desde un tren de alta velocidad con la esperanza de caer en un lago lo suficientemente profundo para salvarse.

He despertado en un amanecer trágico pensando que la ética ha perdido su razón de ser al ser sustituida por otros sistemas de interpretación y orientación de la acción humana. El discurso ético teme convertirse en una supervivencia onerosa y maniática de épocas pasadas, como la telegrafía, solo empleada hoy como referencia historiográfica.

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