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El dedo en el gatillo

Manuscrito encontrado en una botella

Para William Faulkner, el mundo no blindaba la impiedad. Cruzarlo con la frente en alto era un naufragio a lo imposible. Se necesitaban abanderados y lanceros preparados a vender cara sus vidas. Como buen esclavista, no intentaba cruzar líneas subversivas. Fue un genio. En vez de recorrer la plenitud y rodearse de lacayos y bribones, se encerró dentro de sí mismo, resistido a no morir. No era amigo de recreos. Tampoco exhibía sus medallas. Nadie ha podido entender cómo sus novelas se inspiraron una típica granja sureña, alrededor de una familia sin tabla de salvación. No fue un literato de asimilación inmediata, ni epígono de carroñas. Por el contrario, exigía la presencia de un viajero decidido a caerse en los abismos, a olvidar el camino de regreso.

Sus traductores tuvieron una buena parte de culpa: el Faulkner que nos hicieron llegar supo navegar contracorriente. Su discurso estructural, su lexicografía y poder narrativo frecuentaban el oleaje de la soledad.

Muchos literatos de su tiempo no miraban el pasado con ojos del presente. Y sus historias le eran ajenas: sonaban sin alegorías. Faulkner cruzó al extremo opuesto al populismo barato. Pudo hacerlo porque no necesita vivir de sus libros. Todo lo tenía a su favor. En otro tiempo, el conde ruso León Tolstoi intentó algo similar, y se lo tragaron sus propios libros. También supo darle otra vuelta a la tuerca.

En estas reflexiones personales que con el nombre de “Memorias” algún día caerán en desolada insolación, se incluyen dos o tres relatos entrecruzados que, en apariencia, nada tienen en común. Sin embargo, no nacen de una intuición emotiva. Tal vez la ligereza de un lector de noticias pudiera minimizarlas, pero otro tipo de salutación recibiría de un rastreador de palabras.

En apariencia, William Faulkner no tiene nada que ver con el tiempo que vivimos. Por el contrario, el Premio Nobel de Literatura, alertó el libertinaje. No le hizo falta nada material. Esto liberó de su mente el donaire de la permanencia.

En mi caso concreto, me ha dado por reverdecer las utopías: Aquellos diafragmas vestidos de tradición que incendiaron las murallas de mi tiempo. Claro que no existía pandemia, pero sí dos dedos de frente. Era costumbre en mi niñez llegar a la escuela uniformado. Antes de la entrada a clases formábamos filas para saludar la bandera, cantar el himno y escuchar a la directora del plantel. De por sí, eso ya constituía un acto docente. Si le unimos la entrada al aula en forma de corderos ordenados, a la espera de una orden para tomar asiento y recibir los sinceros “Buenos días”, eran emblemas pedagógicos no superados aún. Ansiábamos ver la vestimenta diaria del maestro, la calidad de su grafía sobre el desgastado pizarrón, y la credibilidad de su palabra frente a la siempre jocosidad de los que intentaban boicotear el reino de las aulas.

Hoy las filas van a la espera del transporte, cruzar aeropuertos, cobrar en bancos y comprar verduras, legumbres y animales sacrificados. Siempre se hicieron filas. Pero en la Era de Faulkner, no eran los únicos reclamos colectivos.

A diferencia de aquel tiempo donde la inteligencia se aplaudía como palabra de Dios, la docencia de hoy ha ido a parar a manos de un ordenador donde aparece y desaparece una persona que dice poseer títulos ilustres y “marcas registradas” y se sienta a hablar con su memoria llena de papeles aprendidos con tenazas.

También la ilustración merecía un tipo especial de respeto, no necesariamente vinculado a los ingresos programáticos, por razón mercadológica, o tráfico de rarezas fuera de contexto. “Cosas veledes, Sancho”, diría el Quijote con palabras ajenas a placeres y modas efímeras.

William Faulkner fue un escritor con las huellas de su tiempo. Si pudo salir adelante fue por temerle a los micrófonos, por concebir relatos con desnudez controversial.

No murió pobre, ni olvidado. Pero jamás buscó reproducciones telegráficas. Fue mucho más original que las huestes no uniformadas que apuntaron al desahucio de las escuelas de este presente, a lo largo y ancho del planeta, alegando el nombre de una pandemia que pudo llamarse cólera, fiebre española, dengue, gripe aviar o influenza. Le temo más a este tipo de crisis mundial que al contagio que podamos recibir por el aliento de una boca sabia. También le temo a las librerías cerradas y al triunfo de la mediocridad. Por suerte, todavía los galenos no abandonan la bata blanca, los magistrados, fiscales y abogados entran en la audiencia con toga y birrete, los peloteros no olvidan su uniforme; el traje de baño viste a quienes nadan, los recién nacidos portan baticas clínicas y los ejecutivos no abandonan el saco y la corbata. Trato de explicarme: no promulgo blindar la libertad educativa. Solo dudo de la exclusiva visualidad de un uniforme a través de una fría pantalla. Vacunas serán muchas. Y otros virus vienen en camino porque no sabemos cuidarnos. Pero ninguno podrá contra la magia de ser gente.

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