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EL CORRER DE LOS DÍAS

¿Agua pa’ mí o agua pa’ ti?

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MARCIO VELOZ MAGGIOLOSanto Domingo

El río, para muchas religiones, tenía un efecto de cu­ración del alma, y también de re­novación del espíritu. Juan el Bautista usó las aguas del Jor­dán para iniciar la nueva vi­da de Jesús, y en esas mismas aguas bautizó Jesús a sus dis­cípulos. Luego la cristiandad sacó el río de su lecho, y don­de no hubo río, tinajas para que el agua del bautismo no faltaron.

El Leteo era la vez, en la mitología griega, también un río que se alimentaba de la memoria ajena. La memo­ria quedaba en sus aguas co­mo una carga pesada de quie­nes deseaban renunciar a la misma. Pero el pasado se es­condía de sí mismo sin dar­le cabida al olvido. Había una decisión selectiva de renun­ciar a un pasado que no era conveniente y que, rechaza­do por el arrepentimiento, de­cidía que el mismo corriese por los despeñaderos y se dis­persase, quebrándose y en­chumbando los pies del viejo transeúnte quedase prendi­do entre sus pies para siempre convertido en polvo de los ca­minos. Quién acaso duda que el polvo de las fuentes fuere antes agua viva, palabra que partiendo de quien renuncia­ra a la misma buscara en su propia sequia la respuesta a una vida, repetible por haber sido equivocada. Penas para continuar en otro tempo.

En la filosofía griega la me­moria y la voluntad eran el valor más apreciable, porque tenerlas y usarlas, aun con la ayuda de los demás, significa­ba poseer la mejor de las con­diciones humanas y por tan­to, liberarse de la memoria y con ella del pasado era la más efectiva liberación de las cul­pas. Cuántos pensamientos se habrán perdido entre los re­cuerdos malsanos justamen­te o erráticos, se despeñaron desde las filosóficas orillas del Leteo, y regaron los parrales en los cuales maduraba ya el vino de la sabiduría, y brillaba la vid de algún borracho bebe­dor aupado como un dios por la leyenda. Dionisos y las Mé­nades, acurrucados en los ca­minos de Atenas, en las igle­sias tempranas de la llamada cristiandad, esperaban la resu­rrección de los Olimpos, mien­tras las sibilas, temerosas del cristianismo virulento que de­rribaba apolos y minervas, se­caba esas aguas de redención que achicaron las del salobre Jordán cumplidos los bautizos reordenados por las divinida­des para sus nuevos represen­tantes en la tierra.

La memoria ha sido desde siempre un tema fundamen­tal en la vida cultural. Cada memoria tiene su dios, pero disponerse a su renuncia mar­ca siempre una cicatriz. Un dios abandonado por su feli­gresía termina siendo pordio­sero de las sobras religiosas ajenas. Es mejor tener a mano un río Leteo donde darle el ba­ño final y verle decir adiós con la promesa levantada que avi­sa al humano su seguro, “eter­no retorno”.

El filósofo Sócrates fue el modelo mayor de suicidio planificado filosóficamente. Siglos luego, también filosó­ficamente, Arthur Koestler y su mujer lo imitarían. Yo diría que, si ambos hubiesen elegi­do el río Leteo, arrepentidos de lo pensado buscando re­nunciar a su memoria, no hu­bieran existido sino como se­res que un día decidieron no pensar más. Pero ya, a lo pen­sado, pensado y escapaban, huían por temor de su propia inmortalidad, temían el futuro de su propio pensar, y creían contradictoriamente que bo­rrarían lo pensado.

La memoria se deglute a sí misma, vuelve, sin saberlo, a la época de la carne reseca y cocida, al periodo del caniba­lismo espiritual que todos lle­vamos dentro.

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