EL CORRER DE LOS DÍAS
¿Agua pa’ mí o agua pa’ ti?
El río, para muchas religiones, tenía un efecto de curación del alma, y también de renovación del espíritu. Juan el Bautista usó las aguas del Jordán para iniciar la nueva vida de Jesús, y en esas mismas aguas bautizó Jesús a sus discípulos. Luego la cristiandad sacó el río de su lecho, y donde no hubo río, tinajas para que el agua del bautismo no faltaron.
El Leteo era la vez, en la mitología griega, también un río que se alimentaba de la memoria ajena. La memoria quedaba en sus aguas como una carga pesada de quienes deseaban renunciar a la misma. Pero el pasado se escondía de sí mismo sin darle cabida al olvido. Había una decisión selectiva de renunciar a un pasado que no era conveniente y que, rechazado por el arrepentimiento, decidía que el mismo corriese por los despeñaderos y se dispersase, quebrándose y enchumbando los pies del viejo transeúnte quedase prendido entre sus pies para siempre convertido en polvo de los caminos. Quién acaso duda que el polvo de las fuentes fuere antes agua viva, palabra que partiendo de quien renunciara a la misma buscara en su propia sequia la respuesta a una vida, repetible por haber sido equivocada. Penas para continuar en otro tempo.
En la filosofía griega la memoria y la voluntad eran el valor más apreciable, porque tenerlas y usarlas, aun con la ayuda de los demás, significaba poseer la mejor de las condiciones humanas y por tanto, liberarse de la memoria y con ella del pasado era la más efectiva liberación de las culpas. Cuántos pensamientos se habrán perdido entre los recuerdos malsanos justamente o erráticos, se despeñaron desde las filosóficas orillas del Leteo, y regaron los parrales en los cuales maduraba ya el vino de la sabiduría, y brillaba la vid de algún borracho bebedor aupado como un dios por la leyenda. Dionisos y las Ménades, acurrucados en los caminos de Atenas, en las iglesias tempranas de la llamada cristiandad, esperaban la resurrección de los Olimpos, mientras las sibilas, temerosas del cristianismo virulento que derribaba apolos y minervas, secaba esas aguas de redención que achicaron las del salobre Jordán cumplidos los bautizos reordenados por las divinidades para sus nuevos representantes en la tierra.
La memoria ha sido desde siempre un tema fundamental en la vida cultural. Cada memoria tiene su dios, pero disponerse a su renuncia marca siempre una cicatriz. Un dios abandonado por su feligresía termina siendo pordiosero de las sobras religiosas ajenas. Es mejor tener a mano un río Leteo donde darle el baño final y verle decir adiós con la promesa levantada que avisa al humano su seguro, “eterno retorno”.
El filósofo Sócrates fue el modelo mayor de suicidio planificado filosóficamente. Siglos luego, también filosóficamente, Arthur Koestler y su mujer lo imitarían. Yo diría que, si ambos hubiesen elegido el río Leteo, arrepentidos de lo pensado buscando renunciar a su memoria, no hubieran existido sino como seres que un día decidieron no pensar más. Pero ya, a lo pensado, pensado y escapaban, huían por temor de su propia inmortalidad, temían el futuro de su propio pensar, y creían contradictoriamente que borrarían lo pensado.
La memoria se deglute a sí misma, vuelve, sin saberlo, a la época de la carne reseca y cocida, al periodo del canibalismo espiritual que todos llevamos dentro.