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La pretendida agrafía de Juan Francisco Santamaría

Dedicatoria: Con la delibera intención de que esta semblanza pueda verse como una modesta contribución a los actos con que el pueblo dominicano conmemora cada año el aniversario de la desaparición física de Juan Bosch.

Lo peor que pueda pasarle nunca a un remitente es una carta cuyo destino final ignora. Y peor aún que el destinatario se merezca la carta una vez y muchas más, así no la conteste nunca: “No me lo tomes en cuenta. Por favor no dejes de escribirme. Tú bien sabes que soy un ágrafo sin remisión”.

Ya emigrado a España para la época de referencia, Juan Francisco haría durante más de dos decenios vida en el Madrid adoptado por su Lola provinciana. Con ella procrearía y levantaría a las luces de sus ojos con los nombres invertidos de Andrea y Aurora. Su mujer y sus dos hijas pagarían por siempre el altísimo precio de ser cónyuge y descendientes de un hombre que había ya contraído con la humanidad entera matrimonio indisoluble.

Venido de niño a Santo Domingo desde su natal San Cristóbal, encontraría en la universidad pública y en la prédica revolucionaria, precisa y cautivante de Juan Bosch, el detonante que necesitaba su humanidad insobornable y su genio abrasador.

Ya para mediados de los ochenta era Juan Francisco quien había de visitarnos a nosotros en la calle Hillside en el Alto Manhattan. En su primer autobús público de casa al local del PLD en la avenida Broadway con la calle 145, una buena señora del pueblo lo reconoció en el asiento contiguo: “¿No es usted Juan Francisco Santamaría?”

—Eso me recuerda mi mujer cada mañana, abrumada por el alquiler y los demás recibos.

—¿Y usted todavía es boschista? —lo interroga de nuevo la exestudiante de la universidad pública de los tiempos en que fuera Juan secretario general de la Federación de Estudiantes Dominicanos.

—¿Y a usted qué le gustaría que fuera yo de no ser boschista?

El presidente Leonel Fernández, que al principio de su primer gobierno lo designó cónsul en Madrid, lo quiso a poco andar a su propio lado; y volvió a quererlo nueva vez cuando regresó a Palacio.

A principios del año 2000 me tocaría asistir junto a Juan a la reunión que en Georgetown University celebrara el Diálogo Euro-americano. La delegación del PRD estaba integrada entre otros por su candidato presidencial Hipólito Mejía, por Hatuey Decamps, por Hugo Telentino Dipp y por el ex vicealmirante Ramón Emilio Jiménez. Por el PLD nosotros dos. Pero Juan se desenvolvía con holgura entre la delegación española, encabezada por el expresidente Felipe González. En un momento en que le señalara yo la brecha entre las actitudes y el discurso de un deponente, Juan me retrucó de un modo tan sencillo y tan sincero que me ha convocado desde entonces a largas meditaciones: “La gente, compañero Ángel, asume poses en función del podio que ocupe”.

La insaciable sed de conocimientos de Juan parecía escaldada por un resabio filosófico de Unamuno: “Mientras menos se lee, más daño hace lo poco que se lee”.

—Hay que leer. Tenemos que formarnos. El carajal que nos adversa está mejor documentado que nosotros —entreveía, con razón o sin ella.

Eso lo hizo Juan Bosch. Al maestro eximio se lo debemos. Sin Juan Bosch no habría habido Juan Santamaría. No es cierto lo que ya postulan algunos acerca de que tanto el maestro como el alumno se pasaron de buenos. Falso. Ningún hombre es tan bueno que la humanidad no se lo merezca. Admitirlo sería incurrir en una contradicción dialéctica equivalente a creer que los elementos de la naturaleza podrían combinarse alguna vez para ofrecernos un día tan hermoso que no fuera terrenal. No importa cuán bueno sea el hombre ni cuán hermoso sea el día. El género humano y el planeta Tierra lo contienen porque en ningún caso el contenido le queda grande al continente.

Cuando al término de su gravedad acudieron los compañeros a su vivienda distante varios kilómetros del Palacio Presidencial donde trabajaba, encontraron en pilas paralelas sus libros y sus deudas: “Piense el sabio, y enriquézcase el necio”.

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