EN SALUD, ARTE Y SOCIEDAD
Cultura y educación, sistemas que forjan la justicia
Quienes conocen los universos que fundaron estos dos grandes intelectuales de Nuestra América pueden intuir como axioma que Pedro Henríquez Ureña es a la cultura lo que Hostos a la educación.
Campos de saberes y praxis consecutivos, entrelazados, indisolubles.
La educación funda la cultura siendo, a la vez, acto y resultado cultural. Se interiorizan mediante el proceso lógico-emotivo-nauronal de enseñanza-aprendizaje. Es multifactorial, multisistémico y prácticamente diverso. Hoy sabemos que quedan fijos mediante construcciones sinápticas.
Una instruye y la otra interioriza sensiblemente el apego al universo aprehendido. Especialmente las leyes y más allá de sus letras: estima existencia y vigencia donde los ciudadanos activan actos y conductas reactivos, en respuestas a estímulos condicionados por lo aprendido (educación) y compartido (cultura). ¡Ah, Cassirer!
Sólo activando el humanismo se funda ese valor culturalmente supremo: la justicia, base de toda sociedad. Por eso, la educación, como proceso que instruye sobre lo justo y verdadero, forja ciudadanías: empaquetado de consciencias sociales sujetas a los sistemas normativo y proairético vigentes.
El punto de arranque, donde cada proyecto de ciudadano (niño) se encuentra con ambos mundos es el hogar. De aquí la importancia de la educación y la formación que —quiérase o no— ocurre en este ámbito, célula social básica.
Don Hipólito Mejía, cuyo sistema de criterios se cimenta en la vitalidad y vivencias razonadas y cedaceadas de las experiencias y los aprendizajes obtenidos, lo expuso en el Sector Externo HM con Luis y Raquel. Dijo, entre otras cosas: la cultura se recibe en el seno familiar, expresa la formación hogareña.
Al indicar la familia como ámbito formativo de lo cultural, otorgó a esta un rol “de control” sobre el modelado de la personalidad, la transmisión de saberes, costumbres, preferencias y valores. Para don Hipólito la cultura es praxis constructora de ciudadanía.
Atentamente lo escuché discernir sobre un tema sobre el cual muchos pretenden —injustamente— negarle derecho, propiedad conceptual y dimensión humanista. Agregó, chispeante, ideas sobre cultura política: el valor familiar, lo terrible de los políticos, el deber de ser veraces, sin hablar de codazos.
Su criterio indicó la cultura como resultado que indefectiblemente expresa lo interiorizado desde el hogar y las experiencias. Nutrido por esos paradigmas que un entorno social indica rentables porque garantizan los fines estructurales de las personalidades: desde la aceptación y autoimagen hasta la prosperidad económica y profesional.
Al escuchar a don Hipólito hablándonos de cultura evocamos a Pedro Henríquez Ureña, ejemplo de dignidad política: no aceptó que Trujillo mancillara su nombre ni su familia. Para él, la justicia y la dignidad (humanismo) son los mayores templos culturales. Igual que Hostos ante la educación, si la entendemos como aporte sustantivo al crecimiento ético de individuos y colectivos, especialmente cuando la sociedad no cede en reclamarlo. Tal ética se ancla al “alma bella” hegeliana: saber comprometido con la esencia de la realidad, la producción de verificables conceptos. Discernidos y entendidos empírica y razonadamente, veraces.
Tres visiones desde las cuales comprobamos que Educación y Cultura coexisten, describiendo un tránsito continuo entre ellas, de carácter enriquecedor, justiciero, verdadero, creativo y sensible.