EN SALUD, ARTE Y SOCIEDAD
Saramago en la galaxia del perdón y las renuncias
Ha servido la cuarentena para regresarme a la galaxia escritural del portugués, Premio Nobel de Literatura 1998, José Saramago.
Hacia él profeso una admiración que iguala la que concedo a los grandes escritores.
Llegan tiempos de crecimiento. En ellos, el espíritu renuncia a lo que limita, amenazante o aviesamente, su estatura, hasta donde puede escalar. Hegel lo denominó “Alma bella”: esencialidad humanista que reconoce la realidad y a los demás; razonar proactivo sobre lo circundante.
La obra de Saramago es producto de esa “alma bella”, que sólo existe liberada de determinantes; que atiende sólo a constituirse en —y serlo prácticamente— esencialidad socionauta; discurrir ético que armoniza realidad y cultura, imbuyéndolos como son, sin remordimientos ni conflictos.
El universo cultural lo integran numerosas galaxias, orbitadas por soles de distintas especies y estaturas: estrellas gigantes y enanos planetas. Danzan armoniosos o colisionando, pero permanentes. Allí no cabe más conducta que renunciar al lastre superfluo, a que enanos anden sobre hombros de gigantes.
Renunciar es acto ético; despoja de sobrantes; reconoce la realidad como es. A cambio premia, entregando la recuperación prístina de una esencia ataviada de humilde docilidad.
Es dejar de aspirar a todo, excepto a la renuncia misma.
Quien más cátedras sobre ella dictó fue Jesús. La signó ante aquel bautizante “inferior”. Su objetivo era el compromiso con el Padre: morir, renacer e ingresar a la eternidad, liberando a todos de culpas.
A diferencia de los escritores vanguardistas y post-vanguardistas europeos y latinoamericanos, Saramago no renunciaba para increpar o culpar; sí para olvidar, simplemente, sin mayores desvaríos.
Recurrió a las renuncias como perdón solicitado y otorgado: terapéutica contra artificios literarios. Posibilitaron que articulara un lenguaje liberado, densamente significativos pese a su absurdo aparataje.
Filosóficamente expresarlo, sería: renunciar libera de lo anterior y heredado; es clave para reducir la enajenación.
Donde el tener acicatea muchas vidas, definiendo un mundo objetualizado, el Ser pierde relevancia. Des-alienarse, des-enajenarse literariamente es afirmar la humildad estilística. Saramago lo hizo.
Lo declaró en su novelística, trocándola en manifiesto literario: bajo su táctica de autoconsciencia novelesca, expuso tales decisiones; expresó bloques de tradición discursiva, perdones y rechazos. Así la descriptiva terminó condenada y excluida. En su lugar —el vacío nunca es opción— instaló un discurso conjetural y “absurdo” que, indicando lo esperado, enuncia lo real, ratificándolo sin vericuetos ni falsías. Colapsaba así aquel templo de certezas.
Para que hasta los personajes más humildes entiendan que ante el poder la única opción es humillarse. Consecuentemente y por ejemplo, Subhro, el cornaca del elefante Salomón de “El viaje del elefante”, satisface al cura haciendo que el portentoso paquidermo gris, de piel impenetrable como la de todos los paquidermos, termine arrodillándose en las escalinatas pre-porticales de la basílica de San Antonio de Padua para que la iglesia pueda exclamar y exclame ¡Es un milagro! Acto obligado, de supervivencia política: si Salomón no se arrodilla, no podrá continuar hacia la prometida fama austríaca, aunque después le espere el olvido más olímpico.
Así Subhro, después de disculparse varias veces, renuncia a toda desobediencia y Saramago, el novelista, a cualquier tipo de artificio.