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El dedo en el gatillo

Encuentros cercanos de tercer tipo

Los periódicos no son fábricas de productos enlatados. Tampoco pasarelas con gustos del olimpo. No sugieren ecuaciones ni cálculos macroeconómicos aunque a veces, sus propuestas incluyen datos ajenos del azar..

Son fuentes de noticias con devaneos gastronómicos, turísticos o cinematográficos, en busca de un público ávido por la inmediatez.

Los lectores le hacen más caso a un artículo o noticia, que a páginas ilustres. No es que las ignoren. Es que a veces se prefiere pensar frente a una publicación distinta.

Donde hay prensa hay democracia, y donde hay democracia, la política debiera ir en segundo orden. Muchos cristales se dañan cuando el poder impone al periódico la imagen de un amigo. Y se ha hecho un lamentable hábito esta verdad: donde hay dictadura, el periodista y los periódicos, si desean sobrevivir, deben cultivar cierta naturaleza feudal. Ese es el precio.

Entre dictadura y democracia cruza una línea que solo los políticos y los grandes empresarios entienden. A veces caminan por el centro de la raya, y en ocasiones la cruzan de un lado a otro sin pensar en el marasmo de sus huellas porque son precisamente eso: políticos y empresarios.

Llegué tarde al periodismo. Lo hice de manos de la literatura, aun conociendo su matriz complementaria de las bellas letras. No solo el ejercicio del criterio puede llevar al cielo. La noticia no viene cubierta de seda. Necesita el dato, el protagonista de carne y hueso, y una marca que muchas veces se esconde detrás de alguien que le pone precio a tu amistad.

Y en esas historias siempre el protagonismo ajeno hace de las suyas. El buen periodista no solo escribe bien. Debe escoger entre enemigos poderosos o un salario de miseria para sonreír mientras sobrevive a duras penas.

Escogí la segunda vía. Mi mayor fortuna son una pléyade de jóvenes que me han enseñado a ser maestro de mí mismo. A veces hay que mirar de frente. Pero en ciertas ocasiones ladear el rostro es una alternativa para jugar a la elegancia frente a quien no la merece.

Llevo cincuenta años diciendo lo que quiero y acercándome a quien creo. Mis jefes me han sabido respetar no por mi vocación suicida, sino por dejar de serlo. Me he concentrado en cultivar una parcela extraña. Un gran amigo me trasladó su experiencia, pero no le hice caso:

-Lo último para un periodista es bregar con artistas y escritores.

De esa frase aprendí la doblez del ego. La felicidad tiene tantos matices como la infelicidad, y lo único probable es separar la esperanza de la sinrazón porque cada vez que el periodista llega a su maltrecho hogar, las paredes solo acumulan polvos, telarañas y deberes inconclusos.

El periodismo no debe dejar de ser un deber, y a la vez, un negocio. Aunque su rumbo es comoß las olas deshechas en la arena.

Nací en el año de la Guerra de Corea. Mientras mis padres me llenaban de encajes, decenas de miles de hermanos asiáticos fueron masacrados en la península oriental.

Llegué a la República de Corea gracias a un joven que enseñe a mejorar su español escribiendo para el Listín. Aquella amistad me llevó al cine coreano de la mano de Kim Ki-duk. Me deslumbró el discurso cultural de ese cine sin pelos en la lengua y con personajes de entrañas populares. Después vinieron libros, artículos, entrevistas y con el paso del tiempo, me convertí en un entusiasta colaborador del Sur peninsular

Vinieron viajes, conferencias, amistades y diplomáticos agradecidos.

La esperanza peninsular tiene rostro dinámico, y alegre. La economía, la justicia y la cultura de aquel país se ha levantado varias veces de sus propias cenizas.

En estos días he vuelto a ver una cinta inolvidable: “Taegukgi” (Hermanos de la guerra) del director Kang Je-gyu. No hablaré de su arte ni de las destrezas tecnológicas, sino de la historia que narra.

Mi pecho se volvió a cerrar cuando su protagonista, un hombre de pueblo, reclutado por el ejército del Sur, y condecorado como héroe, cambia de bando ante el exterminio de su propia familia por hordas de su propio uniforme, preparadas oara solo complir órdenes, sin distinción alguna. En la guerra -dirán algunos- no hay tiempo para pensar.

Su naturaleza bélica no llegó por su propia intuición. Nació por proteger a su hermano menor, reclutado injustamente. Pero aquella experiencia lo marcó. Siempre tuvo la esperanza de volver a casa, sano y salvo, a reencontrarse con sus orígenes.

Crímenes, masacres, mutilaciones, bombardeos, hambre, desolación, incertidumbre, miedo y demás pormenores de una guerra fueron a su piel inexperta en cuestiones de sobrevivencia. Estaba involucrado en un conflicto que nunca creyó.

Es una cinta de ficción y su protagonista nunca existió. Es posible reconstruir visiones como esas (o peores) ocurridas en aquel heroico país donde la muerte de unos y otros dejó de ser noticia.

Sé que el cine de ficción llena la cabeza de mentiras que nosotros mismos convertimos en verdad con la esperanza de pintar los sueños de realidad.

En este filme, todo es cuestión de ideologías. ¿Y tan importantes son las ideologías para incentivar las masacres de los unos con los otros?

A veces la otredad cruza a favor de los desafortunados que huyen de los mesías improvisados. La servidumbre se ha cansado de mirarse en una tela del color de una identidad, pero que muchas veces sirve para cubrir sangre inocente. En eso, entre otros temas, es que va la película coreana. Y la propia razón de su protagonista.

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