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OTEANDO

La huida hacia la misantropía

Recorría los pa­rajes más re­cónditos de su provincia preferida, la provincia de sus libros. Él era su propio guía en una ambiciosa aventura que lo sustraía de esa -tantas ve­ces- ruidosa realidad de la existencia; que lo ampa­raba y ponía a recaudo del dolor o el tedio en tanto manifestaciones sensibles de lo observado, lo aprecia­do o lo vivido.

Aunque nunca le deleitó el bullicio mundanal sentía que, cada vez más, su universo se encogía y se dimensionaba a la par. Pues, en su provincia, aunque no se percibían for­mas vivientes de ninguna es­pecie, podían surgir seres de todos los reinos. El límite era su imaginación. Y a veces, un solo libro podía contener infi­nidad de mundos, infinidad de enfoques, además de que lo libraba de los necios y lo ha­cía sentir acompañado.

Contaba con setenta y un años y en su mocedad tuvo la oportunidad de ver el film “Fre­sas salvajes” de Ingmar Berg­man, habiéndolo marcado el exordio del mismo en boca de Víctor Ejöströn -que hace de profesor retirado que se prepa­ra para celebrar su jubileo doc­toral- cuando decía: “Las con­versaciones suelen reducirse a comentar y censurar la manera de ser y el comportamiento del prójimo. Y esto ha sido lo que me ha llevado a renunciar de manera rotunda a esa vida so­cial. He pasado toda mi vida so­brecargado con un trabajo ago­biante, pero me siento satisfecho de haber vivido así. Al principio ese trabajo era para mí solo un medio de ganarme el pan, pe­ro al fin me llevó a un profundo amor a la ciencia”.

Nunca advirtió que con los años se acercaría tanto al pro­fesor Ebber de aquel film, el cual, además de ser viudo, te­nía 78 años y, a pesar de que su madre aún vivía y tenía un hijo, vivía solo, únicamente al cuidado de una ama de lla­ves. Confirmó su parecido con aquel al recordar la confesión de su monólogo introducto­rio en la cual se declaraba “un viejo pedante”. Su pensamien­to lo estremeció, se asombró de todo aquello en que se ha­bía convertido. Pero la mente es un proceso -no un órgano- si­milar al linfático y prefirió decla­rar para sí estas palabras de José Ingenieros: “No importa cuánto gruña una piara al chorro dul­ce y claro de una fuente. Al final, la fuente seguirá brotando y los mismos gruñentes terminarán abrevando en ella”.

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