COLABORACIÓN
Yvelisse Prats de Pérez, un testimonio personal
Yvelisse Prats de Pérez pertenecía al linaje de nuestras mujeres extraordinarias. Su nombre ya puede escribirse de pleno derecho al lado de Urania Montás, Ercilia Pepín, Antera Mota, Mercedes Aguiar y Leonor Feltz. De todas aquellas maestras que se llamaron por la voluntad y por el esfuerzo propio discípulas de Salomé Ureña de Henríquez. Y, naturalmente, de la tradición implantada en el país por el maestro por excelencia de los dominicanos, don Eugenio María de Hostos. Doña Ivelisse se educó en Santo Domingo, su ciudad natal, en el Colegio Santa Teresita, en el Instituto Salomé Ureña de Henríquez y, finalmente, en la Universidad de Santo Domingo. Nació rodeada de libros. Era la hija única del intelectual y periodista Francisco Prats Ramírez, fundador de la Sociedad Paladión y cultor del pensamiento de Hostos y de José Enrique Rodó. De donde se deduce que una buena porción de su formación y cultura, la adquirió en su hogar, que, desde sus años mozos, era un mentidero de intelectuales y artistas.
En ese ámbito nacieron las tres vertientes de su talento. Primero, su inclinación por la política, pensando siempre en las grandes soluciones a los problemas de la sociedad dominicana. Luego, su aptitud de escritora, la necesidad de dejar un testimonio de su vasta cultura y de su mundo interior. Y, finalmente, su vocación de maestra, que, andando el tiempo terminó imponiéndose como una urgencia a todas las demás. Porque para ella, que era una seguidora del pensamiento de José Martí “Ser culto era el único modo de ser libre” y “ser bueno el único modo de ser dichoso”. Y ella, puedo decirlo sin temor a equivocarme, era culta y dichosa. De ambas cosas dan testimonio sobrados todos los discípulos que dejó a lo largo de su ejercicio magisterial. Nunca dejó de enseñar ni de aprender.
Al momento de su muerte, enseñaba en el Instituto de Formación Política José Francisco Peña Gómez, del cual era rectora. Puede decirse que desde mucho antes de diplomarse en la Universidad de Santo Domingo, ya se hallaba en las aulas, y en esos menesteres fue de las fundadoras de la Asociación Dominicana de Profesores (ADP).
De todos los múltiples servicios que esta mujer ejemplar le rindió a la nación, quizá el predominante fue el de maestra de escuela como ella misma solía definirse. En muchos de sus discursos, le oí decir: “yo solo soy una maestrica de escuela”. Era para ella el más alto honor. Haberles impartido la docencia a tantos alumnos, no sólo en la escuela sino, además, en la Universidad Autónoma de Santo Domingo, donde se dedicó a la enseñanza de la lengua española, su gran pasión.
Ese amor por la lengua, que escribía con claridad y soltura se echaba de ver en los magníficos artículos de su columna “Plural” del Listín Diario. Quedó, igualmente, estampado en las antologías de sus poemas: La necesaria existencia (1982); en sus ensayos de temas educativos: Diagnóstico de la realidad educativa dominicana (1974), Educación Superior en la República Dominicana (1976), Por la educación (1976), Los días difíciles (1981). Nunca renegó de esa condición.