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El dedo en el gatillo

Declaración de Patrimonio Personal

Mi corazón late a su manera. Por eso no cabe en un informe burocrático donde cada vena tiene un rostro oculto. Tampoco puede medirse en reclamos afectivos porque solo se abre a la búsqueda insistente. Protege las improntas. Le gusta andar alejado de las fiestas. Ni gime ni suplica. Cuando le llega su momento sale a la calle disfrazado de verdad y juzga el tamaño del mar embravecido, Cumple su deber como pequeño antro invisible, y un día será parte del sendero por donde los humanos deberían transitar. Imposible incluirlo en un esquema de valor.

Mis manos tampoco son objetos minusválidos. Los mercaderes de la fortuna. saben que con ellas puedo palpar la doblez y la inocencia, el embrujo y la nostalgia. Son dos simples manos de carne y hueso que no pueden juntarse a suplicar amaneceres. Abren puertas y sostienen mis impulsos. Gracias a ellas, no he perdido mi afán por los colores. Parecen hablarme entre dientes cuando sus nudillos suenan y mi mente queda en blanco ante la prontitud del regocijo. Con sus dedps puedo ser yo mismo, enfrentar la noche con el último aliento de mi ser y creer en mis semejantes en quienes debo creer.

Mis ojos no han mentido. Tal vez han dejado de mirar de frente al paisaje insular en días de tormenta, pero de plano en plano, no han cruzado el puentes levadizos. Con estos ojos de dormir agazapado he visto rutas inexactas, ambiciones desgarradas y facciones ditirámbicas. Pueden dar fe de las premuras, de los hombres estirados y las piernas cansadas. Pero de ahí al ruido, al sentimiento del espasmo, va otro trecho. No han sido incapaces de fingir.

Puedo hablar también de otros tesoros que dan forma a mi osamenta, como también de aquellos que me obligan a vestir uniformes impropios de cuando en vez. Todos juntos me hacen portador de una fortuna inigualable.

No le tengo miedo al dinero. Sí le temo a lo que pueden hacer con él muchos que sí lo tienen. Me gustaría visitar a mi hija cada año con unos cuantos euros en mi cartera para ciertas urgencias inaplazables. Me gustaría llevar a mis nietos a recorrer el mundo entre helados y juguetes para que aprendan a soñar por ellos mismos.

Durante mis primeros e inolvidables años dominicanos pude ahorrar algunos pesos con la idea de cumplir algunos de esos sueños. Cierre de inmobiliarias, bancos quebrados y cuentas caídas en la nada me obligaron a cambiar de estrategia porque, en definitiva, la República Dominicana no es mi patria aunque la amo tanto como si hubiera nacido en ella. Soy un simple empleado y pertenezco a la categoría de gente que alguien pudiera incluir entre los desheredados de la fortuna. Me relaciono con las clases altas, medias y bajas, pero siempre con mi lugar a cuestas. No me ha hecho falta retener piedras de colores porque a cada rato me reúno con mi hija y llevo a mis nietas al parque romano donde viven. Almuerzo todos los martes con mis nietos en casa de mi hijo, donde compruebo que no me faltan agallas para respirar. Mis vástagos han aprendido mi lección y la aplican con más sabiduría: No variar la contradanza para hacer valer el mayor tesoro que tienen, y ponerlo al servicio de quienes lo merecen.

Todos los días me sobresalto al ver el Sol. No doy cargos públicos, ni regalo autos ni viviendas. No tengo pinta de rey mago, ni emito ordenanzas jurisdiccionales.

Tal vez esa no sea la fortuna esperada por quienes bendicen la bonanza material. Pero es mi declaratoria de patrimonio individual.

De mi propiedad pueden encontrar unas mil copias de películas (sobre todo coreanas), el fragmento de una biblioteca que alguna vez debió ser inmensa, algunos stock con sellos, postales de la NBA y monedas antiguas; unos cuantos libros con mi firma, y una cama de hierro donde mi cuerpo se revuelca cada noche como hormiga sedienta.

Tengo ropas (sobre todo camisas), una levita de mala muerte y sueños. Muchos sueños para entregarle a quienes todavía creen en el valor del día a día y se apartan de la fiebre del oro y del poder y se contagian con el síndrome de la realización espiritual.

No obligo a nadie a que me crea: ya me he acostumbrado a llegar a mi casa y encontrar a la soledad vestida de esposa. Esa es otra propiedad que incluyo en mi declaración de bienes patrimoniales.

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