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OTEANDO

Cuando no había virus

“Este muñequito me lo compló mi abuela Marilis... cuando no ha­bía virus”. Es la expresión de una niña de cinco años, que aprisiona en sus manos, a la hora de dormir, una figurita hecha en pasta que, meses atrás, le compró su abuela.

La acurruco para insu­flarle un afecto, una seguri­dad y un cariño que, si bien auténticos en su proceden­cia, resultan sucedáneos en su destinataria, pues añora y extraña el calor de la ma­dre y los mimos del padre, el sacratísimo espacio de su habitación, decorado de Miraculous, Hotmot, Aku­mas, Ladybug y toda suerte de cosas y personajes espe­cialmente concebidos para alimentar sus sueños.

Pero su hogar está cerca y lejos. Ha sido extrañada de él por una fuerza que se adueñó de sus padres y que no logra representar en su incipiente imaginación. So­lo sabe que todos parecen haberle puesto un nombre: “el virus”. Ante cualquier intento de recobrar su le­gítimo derecho infantil de tocar o mover cualquier co­sa escucha la desagradable advertencia de ¡cuidado puede tener el virus!

Tanto ha oído repe­tir “el virus”, que acaso lo habrá fijado dentro de sí, en su vaga y desconfia­da percepción, como algo que conoce y no, pues aún no es dueña de ese acaba­do lenguaje continente de conceptos categóricos que facilitan un razonado pro­ceso mental.

Solo sabe que hay que temerle, porque mata; co­noce la muerte -solo de manera pasiva, claro- y sa­be que ella separa sin ex­plicación. Le han dicho que papá Dios se llevó su abuelito Nelson porque ya era muy viejito y, a veces, en su inocencia, arma una suerte de peana que deco­ra con flores y estampitas en el ejercicio infructuo­so de un culto a la divini­dad donde le reclama de­volverle su abuelito, pues considera que no era tan viejito para que se lo lleva­ra consigo.

Ella es mi nieta Ximena, viviente de una infancia cada vez más aislada, con­secuencia azarosa de una ciencia sin rumbo cierto, que busca para “sanar” y de una industria sin escrúpu­los que sana para “buscar”. Su visible angustia refuer­za la mía y me hace con­jeturar sobre lo futurible, tanto más cuanto que la re­gresión apura mi final y no estaré para cuidarla. Ape­nas si, puedo parafrasear a Catulo y decir: se pregunta­rán ¿qué siente en verdad, compasión, egoísmo o una mezcla de ambos? Yo les responderé, no lo sé, solo siento que me tortura.

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