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EL CORRER DE LOS DÍAS

Yelidá: En lengua de disueltos huracanes

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MARCIO VELOZ MAGGIOLOSanto Domingo

Tomás Her­nández Fran­co da cuenta de su sorpresi­va meteorolo­gía cuando en noticias del Haití en las que Yelidá es modelo de un mundo mes­tizo, tormentas sin nom­bres diseminaron el aviso del nacimiento de Yelidá “en la voz de disueltos hu­racanes lejanos”. La que esa la distancia nórdica podría copiar y quizás des­peñar creando el ventis­quero informativo, una de las primeras globalidades, como hasta hoy, cuando el aire caliente arrastra por la costa de La Florida hasta la zona polar el calor que da vida al mensaje, disper­sándola ahora en voces he­ladas, y lo paraliza pro­visionalmente, para que convertido luego en agua correntia disemine la no­ticia, obra de temperatu­ra preservada por los siglos en los topes del mundo pa­ra palabras sin otro medio de movilidad.

Pero nunca se hubie­se preservado el aviso del huracán entre las fauces y garras húmedas hechas lengua expectante, si se hubiese mantenida con­gelada la noticia en vez de disolverse. El destino que da Hernandez Franco a la noticia que se disuelve en lenguas de huracanes leja­nos que amarizan casi en los polos, es también, “al fin y al cabo” parte ma­ravillosa de la historia de Erick, quien nacido en el círculo polar ártico, y des­de Noruega lleva en sus venas, destinada al mes­tizaje, la ofertaria gené­tica del fiord, la fiebre sú­per blanca del frio ártico, las pieles de lobos estepa­rios y los rugosos apellidos culminantes en fraseolo­gías con “kaes” modifica­das ya en el pidgin isleño, luego creole hijo de la es­clavitud del negro por el blanco, dio paso al periplo sexual de la mulatidad, siempre transitoria, la que jamás guardaría relación con el catolicismo vuduis­ta de Fort Liberté, donde fueron casados los extra­ños contrayentes, ni con el gallo de la medianoche tan diferente del ave de la pa­sión. Al fin los huracanes, ni blancos, ni negros, ni aterciopelados, ni dulces como la piña ni agrios co­mo el tamarindo, llevaron otro mensaje que no fuera el del nacimiento de Yeli­dà, porque antes de todo, la niña indecisa en su ra­cialidad inicialmente con­fusa, quedó sin padre, de quien señala, Tomás que el alma triste de Erick, nórdica hasta mas no po­der y liberada por Ayidda Weedó, voló hacia su No­ruega, “de donde todavía le quedaban” recuerdos de melenas rubias, y de hue­llas angélicas, “sobre la arena mojada”, lo mismo que el rumor de tabernas, bares donde el gin anima­ba posibles aventuras con el tío, su mentor greco-cel­tácico, y donde nunca ja­más habría tafiá y quinina para el paludismo llegado de África, ni oraciones si­muladas más hibridas que pensadas en creole, cuan­do salían alma afuera sin ser entendidas, de pron­to, volando a ras de mar con alma y cuerpo, yen­do Erick de sueño en sue­

ño, en un retorno munido con su mazo de hojas de tabaco humeando desde el horizonte de su primera escala, junto a su tío, ha­cia la Tortue inicial, la is­la llena de bellas holande­sas usadas a escondidas, rojas y horneadas como el cundeamor, de francesas confeccionadas en yeso co­loreado, y flamencas blan­cas tirando a morenas, en­tonando balerías aun no del todo inventadas y se daría cuenta que ningu­na era más prolija distan­te para el sexo, que La Sa­quí, esclava que lo llevaría a Fort Liberté y lo haría su marido blanco. Ninguna más bella que Madame Sa­quí, hermana resplande­ciente del charol, para la que el tío Renuugel aportó los fondos del viaje de La Tortue hasta la Península de Tiburón - La belleza se­leccionada por los “dioses de algodón y de manzana” convenció al Obispo y fue la madre de Yelidà, la que el poeta describió mulata y donó a la literatura como origen del más bello poe­ma épico de las islas.

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