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EL DEDO EN EL GATILLO

La doble moral

Mi permanencia en la ciudad de La Vega obligó a un amigo a sugerirme tres amistades imprescindibles para un emigrante: el cura del pueblo, el jefe de la policía y el alcalde. Escuché sus argumentos y al final prometí pensarlo. Nunca volvimos a hablar del tema, y tampoco mostré interés en acercarme a alguna de las tres personas mencionadas.

En La Habana de mi juventud, mis buenos amigos siempre me sorprendían con un consejo similar.

-Pero en Cuba no hay curas –respondía.

-Pues ve al babalao de Guanabacoa–alguien sugirió.

Después de recapacitar me di cuenta de que en una sociedad cerrada, aquellas sugerencias esquivaban un final feliz. Siempre el policía tendría superiores para transformar mi historia afectiva; el alcalde era una malograda copia del Primer Secretario Provincial del Partido Comunista, siempre encerrado en su oficina, alejado de miradas indiscretas. Y el babalao, quedaba a la orden del mejor postor: debía pagar permisos y consignas para mantener su liderazgo.

El compadreo y la sumisión no son buenos consejeros. Me acostumbré a creer en mí, y después en los demás porque, al fin y al cabo, los tiempos falsos solo traen falsos compromisos. Siempre viví ajeno a la sorpresa del amanecer. Mis amaneceres ocurrían a la hora de dormir.

No estaba acostumbrado al calzado lustroso, ni al traje de gala, ni a la corbata de un funcionario servil.

Para alguien cuya única ambición era vivir en paz con su familia, las influencias mundanas carecían de ruedos.

Digo esto porque la gente que pasa inadvertida puede sobrevivir más tiempo si se rodea solo con lo imprescindible. Pero quien busca, siempre encuentra.

Años después, en Santo Domingo, un señor cubano me voceó mientras andaba por la calle El Conde. Su rostro me transportó a la vieja casa de mis padres cuando él solía visitarlos por una supuesta amistad familiar. Por esa época acudía al teatro y lo hallaba de vez en vez sobre las tablas. Era muy buen actor.

Pero al reconocerlo en el Conde dominicano, lucía diferente. Sus cabellos se mecían como un haz desordenado sobre su frente y su mirada extraña no se correspondía con la presión de un personaje en escena. A todas luces, algo lo desesperaba. Me pidió mi dirección, y se asombró al conocer que mi casa entonces era una azotea al aire libre frente al mar Caribe. Dejé de verlo, y dejé de condear para evitarlo. Sin embargo, una mañana lo encontré en la Biblioteca Nacional. Lucía más desesperado aún.

-Ven, vamos a la embajada gringa, a pedir asilo político. Tú debes acompañarme, eres un escritor famoso y también te acogerán –imploró.

No recuerdo cómo pude quitármelo de encima. Tuve que inventar una buena excusa para dejarlo sentado en aquel salón con un libro abierto que a todas luces simulaba no leer. Mientras me escapaba, me froté los ojos por la inesperada pesadilla. Nunca nadie me había tratado con semejante ligereza.

Aquel señor que visitaba la casa de mis padres, no llegó a pedir asilo político en la embajada de los Estados Unidos, ni en ninguna otra. A los pocos días regresó a La Habana y años después falleció allí. De su pecho colgaban múltiples medallas, hoy cegadas por el óxido, y el polvo.

Su ejemplo me recordó el apotegma de la doble moral. Nunca supe si fue un provocador usado para enrarecer mi status migratorio, o si en definitiva la cubanía superó su endilgamiento y le obligó a volver a una cercana amistad con el babalao de Guanabacoa, el alcalde de la ciudad y el jefe policial. Ese era su problema y su conciencia le habrá advertido una respuesta mejor que la mía.

Años después, en Santo Domingo, tuve la dicha de recibir a mis hijos, a mi esposa enferma, y al pedacito de ser que fue mi madre, en una silla de ruedas. Solo mi padre no asistió al festín: el derrame cerebral se lo impidió. Con ellos viví los momentos más felices de mi vida.

Cada vez que cruzo por la mansión que otrora albergaba la embajada de los Estados Unidos en Santo Domingo, me acuerdo de mi amigo vegano. Y también del actor cubano que un día trato de nublarme la razón. Y al recordarlos, retorno al tema de la doble moral, y de cómo los ingenuos no escuchan su carisma. Prefieren la amistad del cura, del alcalde y del policía pueblerinos. Junto a ellos persiguen un afán de gloria que me es ajeno.

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