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Cardenal Nicolás De Jesús López RodríguezSanto Domingo

XIII Domingo del Tiempo Ordinario 28 de junio de 2020 – Ciclo A

a) Del Segundo Libro de los Reyes 4, 8-11.14-16a.

La maternidad tardía se considera, en las Sagradas Escrituras, una bendición, ya que las tradiciones popu­lares religiosas consideraban la esterilidad como un cas­tigo divino. Este fragmento del libro de los Reyes forma parte del ciclo especial de Eli­seo. El nacimiento de un hijo a la Sunamita, es prueba de la intervención divina, “por­que nada es imposible para Dios” (Lc. 1,37). Ese hijo es recompensa de la acogida al “hombre de Dios”. Eliseo, profetizaba en Israel duran­te la segunda mitad del siglo VIII a.C. Realizó muchos mi­lagros y, como en el caso de Elías surgieron muchas le­yendas sobre su actividad profética.

b) De la carta del Apóstol San Pablo a los Romanos 6, 3-4. 8-11.

Pablo tiene una larga ex­periencia misionera que le había llevado a enfrentar­se de palabra y por cartas, con las principales dificulta­des por las que atravesaban las comunidades cristianas. En el fragmento de este do­mingo, el Apóstol aborda el tema del bautismo, afirman­do que por este sacramento fuimos sepultados con Cris­to en la muerte para resuci­tar con Él a la Vida nueva y para caminar conforme a la Vida de Cristo resucitado. Pablo nos transmite un men­saje de esperanza y gozo: el amor infinito e incondicional de Dios en Jesucristo abarca a toda la familia humana en un abrazo salvador.

c) Del Evangelio de San Mateo 10, 37-42.

Este fragmento evangéli­co, contiene dos partes prin­cipales: el seguimiento ra­dical de Jesús (vv.37-39) y la recompensa para quienes reciben a sus enviados y dis­cípulos (vv.40.42). El eco de las palabras de Jesús impac­ta fuertemente en quienes lo escuchan, pues relativiza los vínculos familiares, como ya lo hizo en la escena del tem­plo cuando era un adoles­cente y en las llamadas a sus discípulos que aparecen en los evangelios, donde les in­vita a abrazar su cruz y a no dar marcha atrás, una vez aceptan su llamada.

Los afectos familiares y los lazos de sangre, raza y nación ceden ante la prima­cía del Reino de Dios, pe­ro Jesús no los desestima en su vertiente humana y reli­giosa, al contrario, Él reafir­ma las relaciones paterno-filiales que fundamentan el cuarto mandamiento de la Ley de Dios, cuando conde­nó las tradiciones farisaicas contrarias al mismo, pero en este evangelio Jesús reclama para sí un amor más grande que a la propia familia, aun­que Él afirmó que amar al prójimo es amarle a Él; y los miembros de la familia son los más “próximos”; sus pa­labras hoy nos interpelan so­bre nuestra capacidad de en­trega y acogida a su persona y a su Evangelio.

\Además de ello, Jesús exige también la prioridad sobre la propia vida del dis­cípulo. De suerte que el que quiere conservar su vida pa­ra sí, la pierde; en cambio, el que la pierde por Cristo, la encuentra. Esta paradoja no es mero juego de palabras. Antes ha dicho Jesús: “El que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí”. (v.38). La cruz aparece, pues, como signo del seguimiento por­que es señal de amor, lo mis­mo que dar la vida. De suerte que quien quiera conservar la vida para sí, la pierde; en cambio, el que la pierde por Cristo, la encuentra (v.39).

Desde la perspectiva de Cristo crucificado, cruz y amor son sinónimos para su seguimiento, pues sólo en­tregándole nuestra vida a Je­sús que es la Vida, asegura­mos nuestro propio destino; pero si queremos guardarla para nosotros terminamos por arruinarnos, perdiendo la Vida. Con la cruz de Cris­to se suscribe toda nuestra vida; la cruz bautismal sobre nuestra frente, junto al agua y el Espíritu, nos dio el nom­bre de cristiano, es decir, dis­cípulo de Cristo.

Fuente: Luis Alonso Schökel: La Biblia de Nuestro Pueblo. B. Caballero: En las Fuentes de la Palabra.

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