EL DEDO EN EL GATILLO
Blanca Nieves, los siete enanitos y la bruja
Mark Twain me regaló esta frase: “El día más importante de tu vida es cuando descubres para qué naciste”. Sigo sin entender para qué mis padres me trajeron al reino de los vivos y cada día duermo sin conocer la respuesta.
De lo que sí estoy convencido es que mi simpatía con una causa, por muy justa que sea, no le da derecho a nadie a la manipulación, ni a arte incongruente.
Estos principios fríos, desapasionados y en nada emotivos llenan mi existencia como quien lleva un ramo de flores ante una tumba ocasional.
El tiempo desenmascara la desconfianza y convierte al ser humano en su propia incógnita, en vez de promover un acto de gallardía total.
Cada generación trae su propia juntura, y llevarle la contraria puede ser indócil porque, a fin de cuentas, estamos en medio de un lago lleno de peces que solo muerden una carnada atractiva.
Me incluyo en el grupo de mortales que el mundo dice admirar, pero que detesta en el fondo: me lleno de silencios y verdades propias que a veces irrumpen en un baile de disfraces.
En Cuba escribía sobre literatura en los periódicos sin pensar en paga. Siempre encontré espacios apropiados porque no tenía compromisos con nadie: pensé que había nacido para alentar a los demás. Pero no pude descubrir el otro rostro del oficio elegido. Un día descubrí la frase de Mark Twain en un viejo libro de ensayos y me enfrenté a la sinrazón. Un texto inmortal de Heberto Padilla terminó como una bofetada: “Debo entregar mis ojos, mis manos, mis piernas porque en tiempos difíciles/ esa es la prueba decisiva”.
Mi gran amigo Manuel Cofiño me entrevistó para una antología de escritores cubanos en Colombia. Y mi ingenuidad la tituló: “La Revolución nos lo dio todo y por ella lo daremos todo”.
No podía decir nada mejor. Imaginé las causas de mi nacimiento como un portentoso hombre de izquierdas, capaz de vestir de rojo los ingratos huracanes caribeños.
Pero el universo no era una piedra de cartón. La nueva hornada sorprendió mi dócil bondad y algunos apostaron a mi transformación servil, manipulable. Ante esas razones, salí desnudo al bosque.
Al contrario de Cuba, ciertos fantasmas pretendieron usar a su favor mi inofensiva impronta editorial y periodística. Pensaron mi llegada a Santo Domingo como una especie de bodeguero lleno de magia. Un ser capaz de abrir todas las noches la caja registradora de mi centro laboral para apropiarme de algunos pesos que no me pertenecían. Otros transpiraban falsa humildad en busca de adjetivos laudatorios para escritos que no lo merecían.
Poco me faltó para creerme la bruja de Blanca Nieves frente a su espejo mágico, preguntándole mi falso parangón. Solo que a diferencia de la impía, no salí al bosque con una manzana envenenada en busca de la infeliz muchacha a quien creía perdida. Llegué a simpatizar con la más bella porque rehízo su vida en una pequeña choza rebosante de felicidad por las atenciones de siete enanos laboriosos. Aquel cuento carecía de entramados: el odio siempre busca un vericueto para mancillar: no tolera aldabonazos, ni la salvaguarda personal. Ningún otro personaje de esa historia pretendió un disfraz. Solo la fiebre del poder a través de un espejo hizo las veces de espía castrense para minimizar el perdón a la joven infeliz: ella tuvo que esperar la llegada de un príncipe encantado para sacar de su garganta el trozo de manzana envenenada. Su humilde ingenuidad le impedía ver el siempre tedioso resentir de la maldad. Y por eso cayó en desgracia.
Blanca Nieves y la metamorfosis de la bruja en mi persona me enseñaron a no caminar de espaldas, a practicar la sonrisa gratuita, a colaborar con quien verdad lo merecía y a encontrar nuevos amigos aunque algunos ultrajes se clavaran en mi espalda adolorida.
Todos los días me acuesto sin saber para qué nací. Todavía me preocupa la justicia social, la utilidad del caballo de madera navegando en aguas turbulentas, el deseo de pellizcarme cuantas veces quiera y la vocación de creer en los demás. Ataco la barbarie y me burlo de los que acumulan riquezas sin saber que dormirán el sueño eterno. Lo que nunca jamás dibujaré es un puente levadizo. Las manzanas podrían estár envenenadas.
Por eso, todavía hoy, prefiero la frase de Mark Twain. El verdadero motivo de mi existencia solo llegará cuando descubra la fortaleza del polvo sobre mis huellas. Solo entonces podría descubrir, alguna vez, para qué he nacido.