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EL CORRER DE LOS DÍAS

Lo mejor del olvido

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MARCIO VELOZ MAGGIOLOSanto Domingo

Algunas de las co­sas que me ro­dean no sé si considerarlas fa­miliares y acom­pañantes. Porque acompañar es más que rodear o ceñir cuan­do atadas a un simple recuerdo semejan objetos llenos de vida propia. El simple hecho de estar a nuestro mi lado les da cate­goría de categoría de acompa­ñantes, las dota de una realidad que me completa. Me pregun­to ¿por qué si están a mi lado debo sentirlas mías, debo otor­garles participación?, puesto que de alguna manera forman parte de mí, establecen conmi­go una relación que no tienen aquellas más distantes, menos fraternas, cuyo recorrido no es considerado íntimo, parte de mis sentimientos.

Cuando digo que me rodean no sólo siento o vislumbro su presencia, puedo pensarlas, de­finirlas aun sin verlas, recapitu­lo su distancia en las estante­rías, y reconstruyo su espacio, y con el mismo el momento en que llegaron a mí, y la zona de donde proceden, el tiempo que cada una tiene acompañándo­me, y la razón de su presencia , y cuando las percibo como conjunto busco su sentido de objeto que, cargado de historia personal, rememora el de arte­factos similares desaparecidos que adquirieron su razón de ser en las necesidades humanas puesto que son las que los han generado.

Cada cosa, pensada al des­gaire, cada nombre, designa­ción arbitraria, tiene su óvu­lo en medio del pensamiento creador, y ha encarnado en ins­trumentos, o en poesía, como son el martillo sonoro y musical del obrero, pero también como la metáfora del recitador.

El instrumento es “mane­jable”, porque depende de la mano, el poema es “metafora­ble” porque depende de la me­táfora. Pero la cosa poética es más difícil que un instrumento de acero, por ser pensable.

Entonces esas cosas, entes de sexo indeciso, las voy con­siderando compañeras (os), que constituyen una fiel ayu­da, entran en mi leyenda, son a veces útiles de trabajo co­mo plumas fuentes, pince­les, oleos y carboncillos, ins­trumental del recuerdo, tinta que desenreda a su modo la memoria, son los primeros enseres que contribuyeron y prohijaron nuestra inicial ca­rrera de artista afanoso, dibu­jando o coloreando dignas palabras de amor, facturas pa­ra el patrón, textos requeridos por los profesores de gramá­tica, o en la clase de literatu­ra una atrevida carta para la atractiva profesora, o son la firma tenebrosa de unos do­cumentos a los que la dictadu­ra obligaba con un pendolis­mo sobrecargado de elogios.

Descubrimos que, con só­lo usarlos, o pensarlos o ha­cerlos funcionar, los objetos ya no son cosas, adquieren personalidad, inauguran ca­da vez un distintivo que per­manece en ellos cada vez que reposamos la mirada en sus posibilidades. Entonces descubrimos que entre los objetos que nos rodean hay amigos permanentes, instan­táneos, pasajeros y de oca­sión, como algunos de carne y hueso, personalidad cosi­ficada en unos casos, o con rostro amigable y familiar en otros,

A partir de estas experien­cias las cosas que me rodean, ceniceros antiguos, cajas de la picadura Albert, pipas de ma­dera de briar de la marca Savi­nelli grado A, una cinta roja cu­ya biografía retengo, música de Mozart o Gardel y Le Pera.

La caja de galletas TanTan, mi primer sobre de sal de Uvas Picot y hasta la foto de quien fuera mi amor imposible y lue­go mi esposa) se funden en un vaporoso pedazo de rescates que considero, título de novela por capítulos a la mejicana, “Lo mejor del olvido”.

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