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El dedo en el gatillo

Aladino y la lámpara maravillosa

Los cuentos infantiles llenaron mi imaginación infantil. Tanto en libros como en discos, mis padres promovieron temprano mi interés por la lectura clásica. Pinocho, Caperucita Roja, El sastrecillo valiente, Blanca Nieves y La Cenicienta, y la inolvidable historia de Aladino y la lámpara maravillosa, recogida en Las mil y una noches, no podrán morir.

El relato de Aladino recrea la ingenuidad de un joven pobre, engañado por un hechicero, para recuperar una vieja lámpara de aceite con poderes mágicos, oculta en una cueva. Con el paso de los años, la historia adquirió personalidad propia y llegaron diversas variantes, sobre todo en Occidente. La moraleja, aunque con final feliz invitaba reconocer el valor de lo que tenemos, por avejentado o fuera de moda.

La versión que llegó a mis manos resumía el engaño al joven a través de un recurso comercial que nunca pasa de moda: el hechicero, disfrazado de vendedor ambulante, salía todos los días en una carretilla pregonando sus productos: “Cambio lámparas nuevas por lámparas viejas”. Y el ingenuo Aladino cayó en la trampa: cambió la lámpara maravillosa por una hermosa novedad, pero carente de poderes sobrenaturales.

Todos los días cruza frente a mi edificio una pequeña camioneta con un altavoz que propone un negocio para las personas necesitadas nombrada por un protagonista singular: “El camero”.

El chofer del vehículo conecta al alta voz la siguiente grabación: “Compro muebles viejos, camas, baterías, neveras, estufas, lavadoras, hierros… todo yo te lo compro”. Esa oferta me devolvió al cuento de Aladino, no porque tenga en mi poder algún objeto usado para no conservar, sino por la habilidosa oferta del comprador que algo busca entre los efectos y materiales desusados que compra a precios irrisorios, sin tomar en cuenta el evidente pretexto del reciclaje.

Si refiero la historia de Aladino es porque todavía no he resuelto una contradicción personal. Mi cuerpo es ya una lámpara vieja que conserva en su memoria un destello de lucidez. Supe a tiempo que, como persona común y corriente, la fama me es ajena. Si me hice escritor fue para no dejarme engañar. Ante mis ojos cruzaron muchas historia para ser contadas, algunas irrelevantes, y otras dignas de encerrarse en una lámpara y esconderla en el fondo de una cueva.

En 2005 regresé a Cuba en busca de mi madre. Conocí la historia de las hermanas del Amor de Dios en la barriada de Regla. En sus controles de los vecinos necesitados y abandonados a su suerte se incluían mi progenitora y su hermano. Ya he narrado alguna vez que ambos le deben la vida a Sor Clara Figueroa (Clarita) y Sor Yolanda (Bernardina) Montero, quienes no solo se echaron al hombro mi deber familiar, sino que no se detuvieron hasta localizarme en Santo Domingo y contarme una verdad desconocida. Estaba muy aferrado a la suerte de mis hijos y mi esposa enferma, que no vislumbraba que en aquel tiempo, mi madre me necesitaba más que nunca.

Ellas me ayudaron a sacarla de Cuba.

Ambas hoy me honran con su amistad. Sor Bernardina todavía anda haciendo el bien en algún lugar de Cuba. Viene al país de vacaciones y me llama varias veces para reiterarme que la luna es multicolor. Y cuando se esconde, es para rasgar las grietas de un cataclismo. Soy amigo de su familia y comparto con ella como en mi propio hogar. Sor Clara si vive en Santo Domingo. La congregación religiosa la distinguió al frente de una escuela en un barrio populoso. A cada rato la visito y apoyo a las hermanas, profesores y alumnos que allí avanzan.

Ambas rememoran la felicidad de mi madre cuando pudo tocar el rostro del único hijo que engendró.

Años después de su muerte, ella vive dentro de mi cuerpo envejecido como el mago de la lámpara de Aladino. Se que es complicado entender que mientras exista un descendiente, padres e hijos no podremos frenar ciertos recuerdos. Mi lámpara no está escondida en una cueva, sino que todos los días comulga con los árboles y el viento como anuncio de la dicha de vivir, junto a mi madre. Somos leyendas con un toque de sobrevivencia, al igual que Las mil y una noches.

En mi historia personal, pude detener al viejo hechicero que un día intentó cambiar mi suerte por unos cuantos improperios. Aquellos intentos quedaron enterrados en las márgenes de un pasado que no vale la pena revivir. Quien camina no debe volver la vista atrás para no envolverse con el polvo de Sodoma. Digo, si es que realmente quiere volver a empezar.

A las hermanas Sor Clara y Sor Bernardina, también las he guardado junto a mamá, dentro de esta vieja lámpara maravillosa. Para mí, las tres son una.

Si refiero la historia de Aladino es porque todavía no he resuelto una contradicción personal. Mi cuerpo es ya una lámpara vieja que conserva en su memoria un destello de lucidez.

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