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Los paradigmas troncales de la cultura: la civilidad

La civilidad, vigencia del humanismo en el entorno social

Hemos visto que el humanismo constituye el amplio conjunto de praxis, aparatos, productos e imaginarios humanos mediante los cuales el sujeto responde los estímulos del objeto.

Ambos, humanismo y civilidad, poseen entronques históricos. Esto es que son moldeados históricamente en la dialéctica objeto-sujeto.

Inicialmente —como hemos visto— el sujeto es esclavo de lo objetual, en los términos señalados apropiadamente por Frederico Hegel (Georg Wilhelm Friedrich Hegel) en su “Dialéctica de la naturaleza” y en sus “Lecciones de Estética”, viviendo junto a él en una relación de servidumbre porque en ella los estímulos activan únicamente respuestas (efectos) del receptor enmarcadas en los perímetros de las urgencias determinadas por las necesidades biológicas y la supervivencia directa como ente singular.

En consecuencias, en tal patrón de interacción, el objeto es completamente agotado y para el sujeto no existe como portador de algún otro significado o interés.

Una vez que mediante el sujeto desarrolla o adquiere uno o varios intereses sobre el objeto, adicionales al biológico, la humanización de la relación ha iniciado.

En esta relación, el objeto no es consumido sino asumido en una estrategia humana caracterizada por la sostenibilidad, esto es el aprovechamiento del ciclo de aprendizaje sobre el objeto —incluyendo el ciclo vital objetual— para constituir una presencia en y disponibilidad para el entorno social vaya más allá y perpetúe su existencia en lo geográfico y el tiempo.

Civilidad: aparato re constructor del colectivo

Como la hominización tiene fuertes determinantes biológicos en poder de acicatear a la humanidad, colectivo de la especie, y como por esta hemos entendido un tipo de específico de re- acción del ser social (receptor) sobre los impulsos o “efectos” del objeto sobre sus órganos de percepción caracterizada por un out-put que re arma el aparato emisor desde la perspectiva de un conjunto de imprevisibles patrones reorganizadores, la acción humanizadora tiene por objeto a la naturaleza.

Cuando el objeto de esta acción es el propio ser biológico que la desencadena empieza a configurarse el proceso civilizador.

Este consistiría, entonces, en un tipo de relación entre el ser devenido en sujeto y objeto de su propio accionar, y describiría una dialéctica indistinta, desde lo singular a lo universal y desde lo particular a lo general: del individuo a sus colectivos.

Si en la relación biológica el sujeto no modifica al objeto y en la humanizadora lo apropia, construyendo en torno a él una consciencia “para sí”, en el civilizador, individuo y colectivo incorporan sobre sí mismos significados de en sí, para sí y por sí.

De modo que civilizar es una acción que construye indistintamente al sujeto y a su colectivo de forma triádica: de ente individual a colectivo y de colectivo desde lo individual; que le aporta significado, presencia y pertenencia a ambos ámbitos; a ambos: pertenencia, derecho y deber.

Civilidad: “efectores” humanos entre lo individual y lo colectivo

La función de civilizar es, pues, inherente a la cultura y empieza, pues, a aclarar: si al humanizar la naturaleza el sujeto la transforma, “enriqueciéndola” con los atributos de sus imaginarios, sentimientos y necesidades colectivas (no naturales), al civilizar incide, interfiere, actúa sobre, determina las formas de reaccionar ante las interrelaciones que, para actuar colectiva y eficientemente ante la naturaleza y “los otros”, ha definido un colectivo humano, esto es ya humanizado. La civilidad surge así como patrón derivado del proceso de supervivencia de la especie dentro de la especie y para la especie: caza, repartición, seguridad y reproducción.

Es, nuevamente, por la insatisfacción permanente respecto a lo previamente logrado que este ámbito está sometido a un constante historicismo, es decir impulsado a desarrollar, marcando un progreso cuya consecuencia es un constante perfeccionamiento. Sobre lo perfectible, otro paradigma esencial de lo cultural, volveremos, quizás, en otra entrega. Baste decir ahora que sobre este concepto la estética griega fundó la categoría de belleza y la ética: lo bueno.

Civilizar y auto civilizarse son, por tanto, paradigmas funcionales propios y distintivos de la cultura.

Este abordaje permite ver, de inmediato, cómo la humanización propicia el surgimiento de procesos civilizadores contradictorios. Ponemos, por ejemplo, el caso de las guerras, de conflicto ante “los otros”: en estas circunstancias, la brutalidad, la fortaleza, la destreza y la fuerza adquieren significados positivos. Contrariamente se aprecian en la relación entre “los propios”, los nuestros, los nosotros.

Aunque este tipo de diferenciación es propia de casi todas las especies (lo gregario), el nivel que adquiere en lo cultural es significativo.

Civilidad: primacía sobre los sistemas de convenciones.

A la cultura, pues, le es vital la función civilizadora. Mediante ella “alinea” a los individuos tras un modelo o patrón reactivo (“efector”) ante los estímulos naturales y sociales. Esta normalización de la conducta, es decir, su empaquetamiento en un patrón pre-definido, es el resultado de millares de años de comprobación y error, incluyendo ante los intercambios entre grupos. De aquí la primacía de la cultura sobre las leyes. En todos los sistemas jurídicos estas están sujetas a las costumbres., las cuales proponemos entender como conjunto de hábitos que los colectivos han desarrollado y validado convencional y normativamente para “intermediar” sus reacciones ante lo social y lo natural. El entrecomillado pretende resaltar su presencia entre el estímulo socio-natural y la reacción individual o colectiva. De este modo, la civilidad prima sobre todos los sistemas humanos de convenciones.

Una diferencia entre la humanización y la civilidad es que en la primera lo determinante es de tipo biológico, que derivan de las posibilidades de conexiones sinápticas que, en su libre albedrío, el cerebro estructura en torno a sus “archivos”, cadenas de experiencias (conocimiento), expectativas (angustias) o sentimientos (eros) referentes al objeto (Vida o Tánatos). En la segunda, se trata de patrones de conexiones sinápticas devenidas en paradigmas que resultaron de la validación de su “eficiencia” y conveniencia para regir la convivencia del individuo (“efectores” esperados por aceptados) ante el colectivo y del colectivo ante sus individuos.

Si se despojara la cultura de este atributo funcional, de este paradigma troncal suyo, se reduciría enormemente su significación para la vida en colectivo y su utilidad para el individuo humanizado

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