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El dedo en el gatillo

Una calle llamada Amistad

De mi padre aprendí la benemérita falsedad de una frase manida: “Amistad es una calle de La Habana”.

Como acostumbro a vestir de transparencias, acepté aquellos parabienes, pero siempre supe que detrás de las palmadas en el hombro se escondían fauces afiladas. Sobre un pedestal no siempre se reciben ramos de flores. Los altares también incluyen holocaustos y apotegmas.

Como buen conocedor de mi estirpe, mi padre trato de advertirme sobre amistades peligrosas. He sabido aceptar sus egos, destemplanzas y complejos de inferioridad. Creo no haber defraudado a nadie a pesar de los orificios celestiales en mis venas abiertas. Supe quitarme de encima muchas veleidades con una sonrisa en los labios.

En mi catálogo trasluce un listado de amistades impropias. A fin de cuentas me dejé usar como el neumático de un vehículo para salir de ellas ileso y vacunado.

Mis mejores amigos permanecen dentro de mí y me protegen de nubarrones.

Obtuve lealtades en la tierra que me vio partir y donde algunos me recuerdan por la memoria prematura, y otros por ciertos versos bien guardados. Aquellos amigos me caen encima y todavía me rastrean porque nunca he dejado a un lado mi vocación atruista.

En esta nueva tierra he entablado relaciones inmortales. Muchas inspiradas en sagas aleatorias, y otras envuelvas con la oportuna señal del instante.

No todas las manos que se abren ofrecen pan. Ni todos los corazones laten para celebrar la extrañeza. He encontrado puentes destruidos, caminos vecinales rodeados de malezas, delirios disfrazados de infortunio y, sobre todo, frustraciones vestidas de afecto que solo anhelaban destruir el lado claro de mi vida.

A todos les he dado de comer. Y como mi padre anunció, si algún día subo a un pedestal, aquellos que me abrazan serán los primeros en cubrirme de espinas.

He tenido grandes amigos, aquí y allá. Amigos necesarios que han podido romper mis cataclismos y colocar ante mis ojos un buen caleidoscopio para descubrir la diversidad.

El tema de la amistad no es digno de censura. Y en todas partes hay una calle llamada “Amistad” para pintar de rosa lo que cruza por ella. Y también para golpear a quien la cruza sin fijarse en su osamenta.

De mi padre también aprendí la importancia de inclinar la frente en vez de escupir adverbios en el rostro de un soberbio.

El más taimado puede llevar una canasta de manzanas. Y quien más te exporta puede ser quien sepa el valor de tus pisadas.

La amistad cruza por el aire como un vendaval aletargado donde viven diversos tipos de sonidos. Unos te llevan de la mano a las alturas, y solo sientes el golpe cuando te dejan caer. Otros, sin embargo, prefieren las soleadas playas y jamás te obligan a llorar aunque reniegues del texto ambulatorio que no solo puedes escribir cuando tu mente va a recapitular.

Cada cual elige el color de su amistad como yo elegí el mío. Recientemente alguien rebosante en lealtad pretendió aleccionar a un infeliz que le había advertido el valor de una carta sin abrir, dirigida a otro destinatario. Pero aquel “alguien” la abrió, leyó y pretendió impartir lecciones doctorales al infeliz que solo le había ofrecido lealtad.

Aquel que un día se llamó “amigo” cambió fortuna por pescado. Una relación de más de 20 años se fue a pique por dudosas palabrejas aplaudidas por cerebros ajenos. Evidentemente, se cansó de ganar.

Le lección fue instructiva desde el punto de vista tutorial: Hay amigos alegres y tristes, remotos y fluidos, mejores o peores, pero amigos porque saben elegir la avenida por donde deben andar para cruzarse con reptiles.

Y a mi infeliz protegido, le tocó enrolarse en un velero lleno de grietas.

Esos accidentes del camino también suceden en la famosa calle “Amistad”, aquella que mi padre me hizo recordar cuando mi ingenuidad creía en el derecho de las piedras.

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