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El dedo en el gatillo

El cerebro es una pistola caliente

La obsesión provoca un trauma emocional. Es un arma que dispara cuando se insiste en develarla. Su naturaleza no es ajena a la quietud reflexiva. El mundo es, al mismo tiempo, un escenario para ingentes o cobardes. Unos disparan a mansalva porque no pueden contener su irritación. Otros, sin embargo, lo hacen con aroma sutil, sueños anudados y reflexiones incapaces de ser entendidas por la aureola de corruptos. Poco importa el vaivén de una hoja que se mece en el aire antes de unirse a un camastro viejo.

Disparar a fuego cruzado no es lo mejor para los que nada tienen que perder.

Hace unos días, un empresario taiwanés donó a la Fundación Tzu Chi de Santo Domingo un cargamento de orquídeas. Las laboriosas damas que integran ese ejército de amor creado por la Gran Maestra Cheng Yen, idearon de una vez su finalidad: repartirlo entre las enfermeras dominicanas que laboran en los hospitales donde las familias más empobrecidas acuden en tiempos de pandemia.

Aquel gesto, así como la entrega reciente de comida vegetaría caliente al personal que en ellos labora, son ejemplos más que suficiente para hablar de un país y de una entidad que día por día busca una sonrisa en los rostros olvidados por oportunistas y pedantes y engreídos.

Esa sonrisa puede ser, tal vez, el recurso para evitar una lluvia de balas contra aquellos que quieren evitarla.

La historia

El viajero se deslumbra al pie de la autopista Duarte, en su travesía hacia el Cibao. Antes de cruzar por la entrada de la Falcombridge Dominicana, descubre inmensas plantaciones de arroz a ambos lados de la carretera, como salidas de lienzos surrealistas. Es la variedad conocida con el nombre de Jima Caracol, introducida en el país por agricultores de Taiwán durante el gobierno del profesor Juan Bosch para enseñar a los dominicanos el cultivo de esta variedad nutritiva que se ha mantenido a lo largo del tiempo como una de sus preferidas.

Al mencionar estos orígenes, no se intenta manosear la palabra “solidaridad”. Ese el concepto enseña el pecho abierto de una isla más pequeña que la nuestra donde viven 23 millones de personas libres, independientes y que nunca jamás volverán a ser esclavos de nadie. Aquel fue el primer gran tributo a un pequeño espacio insular donde habitan 11 millones de personas que aprendieron a no usar el recurso de la serpiente para cambiar de piel. Era la primera vez que se respiraba aquí la palabra liberad. Y los taiwaneses la vocearon con nosotros.

Se habla de estrategias humanas imposibles de caer en las trampas del dinero.

A partir de aquel gesto, transcurrieron décadas de altura. Y hasta el 1 de agosto de 2018 fuimos una nación agradecida y respetuosa de sus amigos asiáticos.

Un niño taiwanés vino con su padre desde Jarabacoa cuando se enteró que la nefasta ruptura de relaciones entre los dos pueblos y gobiernos y, frente a la que fue su embajada patria, se plantó con un cartel de cuatro letras lo decía todo: “Yo amo a Taiwán”.

Entre 1961 y 2018 no hubo esfera productiva, agrícola o de servicio donde la mano de Taiwán no trasluciera. Periodistas, ingenieros, arquitectos, artistas, productores, empresarios y negociantes viajaban cada año, con todos los gastos pagos, al pequeño espacio territorial en medio del mar de la China donde crecer, sonreír y mirar de frente son atributos a la puesta del Sol. Y en respuesta, cada año nos visitaban sus embajadores culturales: conciertos, acrobacias, música, cine, variedades y funciones de teatro.

En el 1998, la Gran Maestra Cheng Yen bendijo la bandera tricolor. Creo una pequeña delegación de la Fundación Tzu Chi cuya primera misión fue levantar una escuela con ese nombre en un paraje de la olvidada comunidad romanense de Villa Hermosa, en un sitio inexplorado por las ciencias del saber. Se podían contar con los dedos de las manos las damas taiwanesas que en aquel momento integraban la Fundación que poco a poco fue creciendo hasta llegar a ese presente donde, sin embajada que las apoye y sin recursos fijos para invertir en la humanitaria labor que realizan, se han multiplicado en la piel de voluntarios locales que mantienen viva la llama de amor y compasión por los demás.

Mientras otros ocultan en sus enriquecidos bolsillos los dulces de baja calidad que venden al mundo como si fueran manjares, Taiwán se entrega a quien lo necesita y lo merece.

Esa es la única obsesión que importa en estos tiempos de miserias que como dijo Dante Alighieri: “algún día llamarán antiguo”.

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