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La Constitución en la hipótesis de elecciones después del 16/8

Todos deseamos sufragar el 5 de julio, pero de no aplanarse la curva de contagiados del COVID-19, tendremos que re­pasar lo que habría de ocurrir a partir del 16 de agosto. Dema­siado sabido es que la demo­cracia supone que el pueblo –titular inalienable e impres­criptible de la soberanía en vir­tud de los arts. 2, 4 y 268 de nuestra Constitución- partici­pe en la conformación y ejerci­cio del poder, mas ningún voto sería verdaderamente univer­sal si no se garantizan las con­diciones mínimas requeridas. En efecto, si su ejercicio conlle­va un alto riesgo de contraer el virus, es más que probable que la participación ciudadana sea reducida y quienes se alcen con el triunfo no se reputen co­mo partos de la expresión po­pular.

Sin embargo, nuestra pri­ma lex no anticipó expresa­mente la suerte del funcio­nario electivo cuyo mandato toque a su fin sin que su susti­tuto haya sido escogido. El art. 274 se limitó a establecer el cese del Presidente, del Vice­presidente, de los legisladores y parlamentarios de organis­mos internacionales “… el día 16 de agosto de cada cuatro años, fecha en que se inicia el correspondiente período cons­titucional con las excepciones previstas en esta Constitución”. ¿Cuáles son esas excepciones? Solo acierto a identificar la del párrafo I del mismo precepto, que dispone que el 24 de abril tomarán posesión las autorida­des municipales elegidas el ter­cer domingo de febrero.

Como puede apreciarse, la condición de aplicación de di­cha norma, es decir, la circuns­tancia que debe darse para que su contenido se cumpla, es ca­tegórica: el arribo del 16 de agosto de cada cuatrienio. No contempla otra localización es­pacio-temporal como circuns­tancia hipotética que excuse a los sujetos normativos de la inejecución de la pauta de con­ducta que ella prescribe. ¿Quién se encargaría entonces del Poder Ejecutivo y del Congreso Nacio­nal en la eventualidad de que la pandemia nos niegue una tre­gua para asegurarles a jóvenes, adultos y ancianos su derecho al sufragio sin amenaza de conta­giarse?

La ausencia de una con­dición alternativa que enca­je la actual crisis sanitaria en la aplicación del art. 274, es lo que en Derecho llamamos la­guna o zona de penumbra, na­da inusual en el ordenamien­to constitucional que, como bien explica Konrad Hesse, de­be permanecer inacabado pa­ra que el operador jurídico lo complete según el contexto y la realidad social del tiempo en que ha de ser aplicado. De manera que la duda surgente del espacio de oscuridad de la referida cláusula debe despe­jarse inexorablemente a par­tir de la propia Ley Sustanti­va, de sus principios y valores. Ronald Dworkin, considerado por Manuel Atienza como el jurista más influyente de las úl­timas décadas, sostiene que el papel que juega la interpreta­ción es tan central, que el De­recho no es sino una ciencia “que consiste básicamente en interpretar”. En sentido estric­to, la interpretación se contrae a atribuirle significado a una norma, lo que implica pasar de unos enunciados a otros a tra­vés de los métodos tradiciona­les, y en el caso específico de la Carta Magna, de ciertos princi­pios que informan su herme­néutica.

El art. 274, al imponer de­beres, es un precepto básico, lo mismo que el que le sigue: “Los miembros de los órganos cons­titucionales, vencido el perío­do de mandato para el que fue­ron designados, permanecerán en sus cargos hasta la toma de posesión de quienes les sustitu­yan”. La diferencia entre uno y otro es que el contenido de apli­cación del primero está sujeto a una sola condición, por lo que la contingencia de que el 16 de agosto próximo no hayan auto­ridades electas que releven a las de turno, torna imperioso trasla­dar el centro de gravedad de su estudio a la prima lex, de mane­ra que al socaire de otras de sus normas podamos plantear una solución razonable.

Sin salirnos del capítulo en el que ella figura, preguntémo­nos por qué y para qué fue san­cionado el art. 275. No creo que haya dificultad en llegar a una respuesta de consenso: se apro­bó porque la competencia esen­cial de esos medios reviste un carácter imprescindible en la preservación del modelo de Es­tado que define el art. 7 de nues­tra Constitución, y para asegu­rar que el motor institucional se mantenga encendido. Cualquie­ra estaría tentado a creer que la Presidencia de la República cae dentro de dicha previsión, pero lo cierto es que su esfera de apli­cación está circunscrita a los ór­ganos constitucionales de desig­nación, no de elección popular, y sospecho que se excluyó de su radio normativo por la muy re­mota posibilidad de que una causa de fuerza mayor pudiese frustrar la celebración del certa­men comicial.

Para rendirle el más alto ho­menaje a la Carta Sustantiva, co­mo sugiere José Carlos de Barto­lomé Cenzano, es vital tratarla “como una norma jurídica y no como una declaración política”. Por consiguiente, y para evitar la disolución racional que com­portaría el subjetivismo o el me­ro antojo en la búsqueda de un remedio aceptable a la laguna del art. 274, dejaremos a un la­do la emotividad que estos estu­dios suelen despertar, que es lo que suele impedir el consensus omnium en temas de honda im­portancia constitucional, como anota el genial Néstor Pedro Sa­gués. Allá los ciegos axiológicos, los mismos de siempre, los que a pesar del enfático enunciado su­praconstitucional de igualdad, argumentaron que tal principio podía irrazonablemente desco­nocer la igualdad entre los igua­les.

Con sobrados motivos, Sa­gués nos exhorte a aceptar el consenso mayoritario o casi uná­nime, y me socorre el convenci­miento que uno de los dos sería el que se alcanzaría si la hipóte­sis fáctica que da lugar a este ar­tículo cuajase en realidad. Para empezar a colmar la laguna del art. 274, valgámonos del méto­do de sistemático que, como se sabe, aboga por el entendimien­to uniforme de los enunciados del mismo cuerpo o sistema, al­go muy parecido al principio de unidad de la Constitución, que parte del axioma de que el tex­to fundamental es un conjunto de preceptos de contenido uni­tario que se interrelacionan para asegurar coherencia en su apli­cación.

Sería ocioso volver sobre la ya explicada teleología de la continuidad administrativa del art. 275, pero ¿cuáles son los bienes jurídicos que protege? Obvio: la convivencia frater­na y la paz social que dimanan del funcionamiento normal de los órganos constitucionales de designación. Hablamos de va­lores plasmados en el preámbu­lo constitucional, “expresión so­lemne de propósitos y anhelos de los constituyentes que se es­parce a lo largo de todo el orde­namiento constitucional”, según Diego Younes Moreno, y has­ta aquí pudiera llegar el debate, porque la técnica hermenéutica “de regla valorativa” exige hacer participar todas las normas con los valores constitucionales, des­cartando de plano toda interpre­tación que menoscabe a alguno de estos últimos, tal como ocu­rriría si la solución fuese distinta a la que ya adelantó el prestigio­so colega Eduardo Jorge Prats.

Pero volvamos a la interpre­tación sistemática o contextua­lizada que, insisto, entraña her­manar la norma que adolece de claridad con el acápite, sección, capítulo u ordenamiento del que forma parte, y abramos es­ta interrogante: ¿se respetarían los valores constitucionales que abriga el art. 275 al disponer la extensión del mandato deriva­do, si esa consecuencia no se integrase a la solución plantea­da por una norma conexa cuyo contenido peque de ambiguo, vago o insuficiente? Sería esté­ril rebatir que la guía para el en­tendimiento del art. 274 es nada menos que el que le sigue, muy a pesar de lo cual ciertos aboga­dos aducen que en la hipótesis que motiva este trabajo, el Poder Ejecutivo debería ser controlado por un consejo o junta, propues­ta que además de carecer de sali­da para el desierto que se produ­ciría en el Senado y la Cámara de Diputados, se construye bajo el ámbito de libertad estimativa que comporta la discrecionali­dad o el capricho.

Efectivamente, ese razona­miento no se aviene con nues­tra prima lex, porque la unidad y concordancia irremediable de los arts. 274 y 275, tal como sos­tuvo Jorge Prats, permite llegar a una sola conclusión: las auto­ridades de turno tendrían que continuar ejerciendo sus atri­buciones, habida cuenta de que tampoco se verificarían los su­puestos de aplicación del or­den sucesorio presidencial de los arts. 126 y 129. La tensión generada entre el límite cons­titucional del art. 274 y el re­to institucional que nos hace el COVID-19 de cara a la eventual acefalía de dos poderes de raíces constitucionales, no puede resol­verse sin una visión contextua­lizada ni, tanto menos, volvién­dole la espalda a la voluntad del constituyente, que en ninguna de sus cláusulas previó la confor­mación de consejos o juntas pa­ra preservar la marcha de los ór­ganos constitucionales.

La salida debe partir de la propia Ley Sustantiva, de su sis­tematización, sin fracturar un solo de sus valores, y la propues­ta de marras no es más que un lastimero tributo a las vías de he­cho. En definitiva, todo remedio que no sea la prórroga del vigen­te periodo presidencial y con­gresual, conduce al absurdo, se aparta del sentido que subyace en el art. 275 y, peor aún, aten­ta contra los valores, principios y fines consagrados en el preám­bulo constitucional, soporte de todo nuestro tejido normativo. Digamos, a modo de resumen, que las diferentes técnicas de la hermenéutica, lo propio que los principios esenciales de concor­dancia práctica y unidad de la Constitución, iluminan suficien­temente la zona de oscuridad del art. 274, a tal punto que re­curriendo a ellos de forma inde­pendiente o concurrente, la so­lución desde una perspectiva lógica o de coherencia de la ins­titución normativa a la que es­tá ligado, no pudiera ser distin­ta: aplicar la consecuencia de la regla del art. 275 al contenido de la norma que le precede en el mismísimo capítulo. Bueno es no olvidar, como bien explica José Luis Castillo Alva, que “… el sentido de una norma incom­pleta solo logra obtenerse cuan­do se asocia o vincula a otras de su regulación o sistema”. Siendo así, la salida concebida por los discípulos de la ceguera axioló­gica, amén de aislarse de los va­lores y principios que pesan como presupuestos de la unidad, con­cordancia e integración de nuestra prima lex, alteraría severamente los cimientos del Estado Constitu­cional de Derecho.

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