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Ahora que no veo nadie me dice que quedaré ciego de tanto leer

Creo que nunca he estado sin libros. A los 9 años andaba con una mochila cargada de todo lo que me interesaba, desde los libros de texto hasta un manual de literatura de 4to de bachillerato y el volumen de geografía que me enseñó los volcanes por dentro.

Cuando iba al oftalmólogo solía preguntarle si podría continuar leyendo. Eso porque la gente me tenía harto diciéndome que me iba a quedar ciego de tanto leer. En realidad agradezco haber perdido la vista, así gané muchas formas de leer y me libré de esas voces fastidiosas

Aunque el 1er libro que escribí fue a los 8 años, eso no cuenta. Como tampoco cuentan las novelitas cursis que escribí en braille con la máquina Perkins.

Me encantaba esa máquina, me hacía sentir que era uno de esos escritores amarrados a su Olimpia. Una vez, Évelin Kinipín, por entonces una de las mejores amigas que jamás tuve, me reclamó por decir que gracias a Dios era ciego, porque así podía sentirme escritor. Me preguntó qué dirían mis padres si me oyeran, y la verdad es que ellos no podrían comprarme una Olimpia, así que…

Luego vino la computadora. Con ella me cambiaron el mundo por completo. Por primera vez tuve en un CD 150 libros, el escritor Edgar Reyes me los hizo llegar. Gracias a eso y al lector de pantallas, Jaws For Windows leí Los Miserables, Nuestra señora De París, El conde de Montecristo y un larguísimo etcétera que todavía podría listar. Mi placer fue recorrer una y otra vez el cursor sobre aquellos archivos que me llevaban desde París a Canterville, a Macondo o las calles de Londres.

Nunca como entonces ser ciego tuvo tanto sentido. Tampoco he vuelto a escribir tanto como en aquella época, imitando a Dumas, a García Márquez y a Víctor Hugo.

Después, había una sensación de clandestinidad en tener cinco, diez, 50 gibabites de libros. Solía permanecer horas en el buscador de la computadora escribiendo temas al azar para ver qué encontraba. Así conocí a Bolaño, a Rulfo, a Byron, a Yeats y a Borges.

De esos días me viene la costumbre de tirarme todo el día leyendo en navidad. El 25 de diciembre que terminé de atravesar los túneles con Jean Bel Jean y Marius, cuando Jabert se lanzó del puente y apareció el poema en la última lápida del libro; di un grito tan alto de emoción que mi papá se asustó. Igualmente fue de abrumador hurgar en el tórax de una jovencita a través de las incisiones de Gottfried Benn.

En la escuela para ciegos encontré gente que también leía. Y aunque ahora sé que teníamos un gusto horrible, algunos, el pasarnos libros formaba parte de un ritual que mantenía abierta la comunicación. Era común decir ¿tú has leído a fulano? Te voy a pasar sus libros. Nos ganaba el orgullo pueril de decir leí la obra completa de Saramago. Desde esa época me desagradan los libros de Vargas Llosa y me aburre carlos fuente.

Me pregunto ¿qué dirían quienes insistieron en que dejara de leer para que no lea ahora? Que perderé el tacto leyendo en braille, que me quedaré sordo, que me volveré loco.

O harán como aquella novia que intentó ponerme a elegir entre los libros y ella. Hoy somos buenos amigos, es una feliz madre y yo sigo comprando libros, robándolos alguna vez, escaneando y de cuando en cuando sintiéndome un loco frente a la máquina Perkins de mis 13 años.

Fue genial quedarme ciego. Lo único malo es que en realidad no dejé de ver por tanto leer. Es menos épico decir “desprendimiento de retina” que contar una historia en la que justo leía el fragmento que cuenta cómo un hombre miraba fijamente el Aleph en el cuento de Borges y lo absoluto de su prosa me ennegreciera la mirada como le pasó a uno de los tuertos de Las Mil Y Una Noche.

Ahora me pasa que al escribir o leer, en cualquier formato, las palabras se me aparecen formando arabescos en trazos como de humo o sombras. Se mueven al paso de las ideas, se arquean, no hay una sola línea recta en los renglones que imagino. Excepto en braille, ahí siempre la sensación es de amarillo a través de los dedos, no sé si porque las cartulinas resecas, con su leve polvo de desierto a medio cocer me hacen trastabillar por esa vía. Así sucede con Chinchina Busca El Tiempo, el libro de Manuel Del Cabral que rescaté o con los poemas de Poe que me regaló una amiga por mi cumpleaños de ciego.

Recuerdo lo último que leí viendo. Previo a la última cirugía, Anderson , mi compañero de lecturas de ciencia y de observaciones por los montes de Don Juan, me prestó una lupa similar a la de los detectives de las películas, igualmente negra y como una enorme claraboya.

Me sentaba en la galería amarilla de casa al medio día, bajo el sol. El libro era corto, aprovechaba las 11 de la mañana, a pesar del calor porque la iluminación hacía casi refulgir la página en contraste con el negro de las letras.

Papi llegaba de la escuela, me sugería descansar la vista. Que bueno que no descansé, supe con la lupa quién causaba las muertes de aquella calle estadounidense. Una o dos semanas más tarde, en medio de una partida de ajedrez con Nobel, definitivamente fue evidente que ya no podía ver nada.

Después de publicar algún libro y artículo, pienso que quizás un día escriba la historia de un niño que lee con lupa y decide quedarse ciego para no depender de la luz.

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