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EL DEDO EN EL GATILLO

Cuando no hay puerta de escape

En tiempos difíciles no es raro ver a profe­sionales cambiar de oficio. Abogados son choferes de taxis, in­genieros devienen en albañiles, matemáticos laboran en hoteles, profesores se ganan la vida de me­cánicos y los filósofos pintan pai­sajes mediocres para vender a los turistas.

Sin embargo un veterinario prestando servicios clínicos es al­go poco común. Igual que un ga­leno en funciones de veterinario. El cuidado de las personas es una ciencia que no termina nunca. En el reino animal también es intere­sante, pero no resulta tan comple­jo como rebuscar en los profundos abismos del cuerpo humano.

En el lejano barrió Luyanó de mi adolescencia, y a una esquina de mis padres, se ganaba la vida como carpintero un joven veteri­nario poco usual: su fama de pres­tar servicios de salud a las perso­nas del barrio lo hizo muy popular.

Se dedicada a inyectar; reco­mendar antibióticos; tomar la pre­sión; auscultar el corazón y la gar­ganta. Pero lo más llamativo de su improvisada profesión era procu­rar la sanación colectiva sin cobrar un centavo. Sus animales podían morir, pero los humanos, no.

El día que mi padre sorprendió a aquel infeliz inyectándome una dosis de penicilina, se enfureció. Le hizo jurar a mi madre que nun­ca más se atreviera a tocarme.

Y a partir del siguiente día, le

compuso una cuarteta que a ma­nera de mofa, le recitaba cada vez que lo veía pasar frente a casa:

“Juana Pérez espiritista,

Juan Pérez espiritual.

Juana cura a los enfermos

Con agua del manantial”.

Lelolé, lelolá

Juana cura a los enfermos

Con agua del manantial.

Aquel pobre hombre cayó en desgracia paterna no por imperi­cia, sino por atrevimiento. Sema­nas después, cuando fue a indagar por la salud de mi abuela mater­na, mi padre le abrió la puerta, lo miró de arriba abajo, y le voceó a mi madre:

-Te busca Juana Pérez!!!!.

El visitante, con el uniforme de la buena educación, y la sola intención de ayudar a sus seme­jantes, se hizo el desentendido, espero pacientemente y no se marchó hasta comprobar el per­fecto estado de salud de su nueva protegida.

El veterinario todavía no era tonto. Sabía muy bien que el apo­do y los versos salían de mi casa. Y tal vez como manera de adver­tir que aquella era una broma des­afortunada: saludaba a mi padre cada vez que pasaba por su lado, aunque después cerraba los ojos de vergüenza al escuchar a sus es­paldas el provocador estribillo de la tonada.

Mi padre era un humorista na­to. Gozaba de bondad y repartía equitativamente su amor entre sus seres queridos hasta que llega­ron mis hijos, a quienes adoraba más que a su propia familia.

El doctor comenzó a cursar es­tudios universitarios de salud. Un día, después de mostrar el certifi­cado de graduación nos informó acerca de su designaron en An­gola como residente médica. En África, el cantico paterno que­dó en el olvido: solo su memoria era capaz de reproducir el furor del combate. Allí, con otros pocos colegas, debía amputar brazos, piernas, y traumas irreversibles de la tropa cubana; eran diversos miembros corporales repartidos en los campos minados, miem­bros que intentaban apagar los ca­prichosos deseos diamantinos del gobierno de la entonces extinta Unión Soviética.

Un año después de su partida, se apareció en mi casa un cho­fer de taxi preguntando por su dirección. Según me confesó, era la primera vez que anda­ba por Luyanó y lucía perdido. Lo acompañé hasta el domici­lio familiar y no me marché de su lado hasta que la esposa del carpintero-medico-veterinario le abrió la puerta y lo mandó a pasar. Nunca más volví a verlo, solo que, algunas tardes, al re­gresar del Bachillerato, el taxi del susodicho no ocultaba su fi­sionomía frente a la puerta de su casa.

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