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MIRANDO POR EL RETROVISOR

El virus que convirtió en prioridad la simple costumbre de lavarse las manos

Poncio Pilatos, el prefecto de la provincia romana de Judea, pasó a la historia por lavarse las manos para quedar exonerado de la condenación de un inocente, Jesús de Nazaret, a quien inicialmente acusaron de blasfemia y luego de sedición para lograr su muerte mediante la crucifixión.

Su acción convirtió la frase “lavarse las manos como Pilatos” en una manera de recriminar al que intenta justificarse cuando evade por presiones su responsabilidad frente a un acto injusto.

Como el procurador romano, aunque no literalmente, hemos estado en las últimas décadas lavando nuestras manos ante las señales de un planeta que, como Jesucristo, clama por la sangre derramada a consecuencia de las constantes flagelaciones y agresiones.

Hace tiempo que la Tierra habla, más bien gime, pero ese lamento le pasa desapercibido a una humanidad centrada en otras prioridades, tan ocupada en sus ambiciones personales y absorta en un mundo virtual que como anteojeras oculta todo cuanto ocurre a su alrededor.

En la reciente Cumbre del Clima de Madrid, celebrada en diciembre del año pasado, delegados de 200 países no lograron tan siquiera acuerdos mínimos que permitieran regular las emisiones de carbono, especialmente por la oposición de las grandes potencias, paradójicamente las más contaminantes.

La comunidad internacional perdió en esa conferencia una oportunidad importante para mostrar un mayor compromiso en mitigación, adaptación y financiación para hacer frente a la crisis climática que agobia al planeta.

En algún momento esa indiferencia podría pasarle una costosa factura al mundo, tal y como ocurre actualmente con la devastadora pandemia del nuevo coronavirus, con sus secuelas de caos, angustias, restricciones y muertes.

La letal enfermedad de repente ha hecho visibles tantas cosas “insignificantes” que nos pasan desapercibidas en nuestro diario vivir: El pasamano que cada día tocamos, el plástico que sin ningún cuidado desechamos, la silla que ocupamos, el escritorio donde laboramos, el llavín que giramos, el botón que presionamos, en fin, como se mueve la vida alrededor de nuestras manos.

Pero también la gente a nuestro alrededor que regularmente ignoramos y ahora miramos con recelo y excesivo cuidado, no vaya a toser, estornudar, hablarnos de frente o intentar un saludo cercano.

Inmersos en la ciclópea tarea de construir cada día un mundo más ajustado a la celeridad de la vida, hemos olvidado lo más importante del planeta: los recursos humanos.

Se han levantado grandes estructuras hospitalarias, dotadas de los más modernos y sofisticados equipos, y el coronavirus de repente pone en evidencia la importancia del personal médico que lucha hasta el cansancio extremo para salvar vidas.

Naciones desarrolladas como China, Estados Unidos e Italia han comprobado como la inversión en un respirador artificial o ventilador médico puede significar la diferencia para garantizar la vida de un paciente.

Puentes, espaciosas avenidas y carreteras, modernas plazas comerciales y otras maravillas de la ingeniería y arquitectura modernas, ahora desiertas y desoladas, pierden todo el atractivo que les otorga la presencia del ser humano.

Las empresas, por igual, en su afán de incrementar sus ingresos, se tecnifican y desarrollan, pero obvian la imperiosa necesidad de mejorar las condiciones de trabajo y calidad de vida de su personal, el principal recurso que poseen.

La necesidad de pensar más en el ser humano, poniendo su bienestar como el centro de las políticas públicas y privadas, cobra mayor fuerza con esta desgracia sanitaria de repercusiones catastróficas y sin parangón en la historia de la humanidad.

Las crisis pueden convertirse en oportunidades para grandes cambios, especialmente en naciones como República Dominicana, donde lo peor aún no ha llegado de esta pandemia que ha puesto de rodillas a naciones con mejores sistemas de salud que el nuestro.

Tan solo ponerse por un instante en la bota de Italia y ver cuál sería la realidad del país con esa idéntica cantidad de infectados, a lo que se sumaría la presión de Haití, un vecino con el más frágil sistema sanitario de la región, donde ni siquiera hay condiciones para que las haitianas alumbren a sus hijos, aterraría al más indiferente de los dominicanos.

Ante la realidad que plantea el coronavirus, se requiere trabajar para colocar a República Dominicana en condiciones de enfrentar esta crisis sanitaria y las que podrían surgir en el futuro, algunas incluso vinculadas con los efectos del cambio climático y a eventuales fenómenos naturales, como un potente terremoto, para solo citar un ejemplo.

No sigamos como Pilatos, lavando nuestras manos para justificar la falta de acción ante realidades que hemos ignorado por tanto tiempo. No sea que por obligación tengamos que sustituir las anteojeras por las mascarillas tan en boga ahora por la pandemia del coronavirus.

Pongamos la vista en el ser humano, tan simple como la prioridad de lavarse las manos.

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