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EL DEDO EN EL GATILLO

Mi primera metedura de pata

Mi profesor de Bachillerato, Juan Torres Da Mares, también escribía cuentos. Era un señor regordete, con lentes y fama de buen lector. Entre todas sus virtudes (y defectos) reconozco una que no lo llevó al olvido. Tenía el pudor de no vanagloriarse.

No cesaba de elogiar la iniciativa del Ministerio Cubano de Educación al intercalar la docencia con la inserción estudiantil en labores agrícolas.

En un momento de 1971 me citó junto a un grupo de estudiantes con inquietudes literarias a un encuentro con los ganadores del Premio David convocado por la Unión de Escritores y Artistas de Cuba para escritores inéditos. Mi sorpresa llegó al verlo sentado en la mesa de honor. Lo imaginé en funciones de moderador, pero a uno de los premiados se fue de lengua: mi “profe” mereció el galardón en el género de cuento con un libro, de título singular, que invocaba nuestra participación en tareas campestres: “De pie, compañeros”.

Él no habló de su obra, sino fue introduciendo a los reunidos a su alrededor. Su libro estaba dedicado a nosotros.

Salí del encuentro creyendo tener madera creativa, aunque mis versos de entonces le debían fotuna a Vladimiro Maiakovsky:

El artista

No te creas triunfador cuando al terminar un concierto el público te colme con ardientes aplausos. En ese momento es cuando en realidad aprendes a manejar el torno.

Por suerte, esos escritos no vieron la luz. Eso no impidió que mi afán de creerme semidios me indujera a aspirar por una plaza en la carrera de Licenciatura en Lengua y Literatura Hispanoamericana. Mi acumulativo de notas no fue suficiente para alcanzarla, como tampoco lo fue para mi segunda opción, Periodismo. Y como a la tercera va la vencida, me tuve que conformar en ser un picapleitos, cuya docencia también formaba parte de la Facultad de Humanidades.

Por aquella época, Nicolás Guillén abrió sus puertas a un grupo de jóvenes con aspiraciones literarias. Algunos quedaron en el camino. Otros transitaron rumbos propios. Y como siempre ocurre, los hubo que escupieron la mano del maestro. En mi caso, demostré fidelidad como soldado convencido de mi certera elección. Poco después llegaron eventos, conferencias, y talleres con escritores famosos que visitaban al maestro Guillén. Aquella llegó a ser mi gran familia a la que nunca traicioné por aplaudir los nuevos rumbos de la política cultural cubana. A mi profesor Juan Torres Da Mares lo volví a ver, varios años después, en los pasillos de la UNEAC. Cierto día, Onelio Jorge Cardoso, me detuvo a la entrada de la Sección de Literatura que él presidía y, sin dejar de mirarme, me preguntó con rostro lastimero:

-¿Tú eres Torres? Al darle una respuesta negativa, suspiró profundamente y me dio un abrazo, mientras susurró a mi oído:

-Menos mal. Ese fue el preámbulo del reencuentro con mi profesor de Bachillerato. Con independencia de que en esa ocasión Onelio hizo gala de su acostumbrada honestidad al comentarle en su propia cara que su libro carecía de valores perdurables a pesar del premio recibido, siempre guardo para él una especie de sentimiento de culpa por haberme encendido la llamita del ego en mis inolvidables veinte años, cuando creía que “el mar era el cielo y la noche la mañana” y solo sabía cortar caña y escribir versos al estilo de Vladimiro Maiakovsky.

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