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Mi querido Theilard

Siempre deseé escribir algo, un artículo, un poema, sobre el sacerdote jesuita Theilard de Chardin (1881-1955), un deseo que enlazo a uno de los episodios más significantes de mi vida: la expulsión de que fui objeto en el Instituto Politécnico Loyola (1954), la cual cargo como una cruz desde hace 65 años, porque constituyó la rotura de un sueño. Sí, aquella expulsión —que enlacé a mis constantes discusiones con un profesor de historia y un pequeño enfrentamiento con el sacerdote que nos enseñaba teología, al que cuestioné sobre la sexualidad de Jesús— malogró mis deseos de abrazar el sacerdocio, convirtiéndome en un asiduo negador de los conceptos que mezclan la pedagogía con las metafísicas religiosas. Con las lágrimas vertidas a raíz de mi expulsión del Loyola, adquirí —no como una revancha, sino como una coraza— la capacidad de desarrollar inquietudes literarias y un apasionamiento por las reivindicaciones sociales, algo que maduró a comienzos de los años sesenta, cuando las neuronas profundas que mueven la creatividad me empujaron hacia la literatura.

Aquella exclusión del Loyola me internó en un hábito de lectura que me llevó a indagar y visibilizar mundos que rebasaban las realidades vividas, vislumbrando entonces lo que podría ser mi futuro. En ese interregno descubrí a Theilard y su encuentro con “el ideal divino en la médula de los objetos materiales” (Theilard: Escritos del tiempo de guerra, 1915-1919), apasionándome con una lectura que me ayudó a percibir los correlatos vitales entre las percepciones y las realidades, y muchos de los conceptos que antes consideraba como puras abstracciones los valoré en su justa dimensión. Theilard abrió en mí amplios continuos, profundas realidades y los esplendentes fluidos de una maravillosa evolución universal. Por eso, Theilard me cautivó.

Y ya en mi vida adulta —envuelto en las investigaciones del mercado, la publicidad y la literatura—, Theilard me ayudó a comprender la dicotomía entre la estructura estética del mundo y las crecientes exigencias científicas de los últimos doscientos años, y comprendí que era posible conciliar teología, paleontología, zoología, botánica y geología, en la espiritualidad cristocéntrica, ese lugar en donde el amor es un explosivo que aglutina el perdón y hallé respuestas para entender lo que ocurre en el mundo , comprendiendo la esencia de la noosfera, la capa pensante de las evoluciones geológica y biológica que habitan el espacio, el punto trascendente en donde convergen la psiquis y los fenómenos del pensamiento humano, un corte desde donde “la Tierra cambió su piel y [mejor aún] encontró su alma” (Theilard: El fenómeno humano, 1955).

Entendí —adentrándome en las teorías de Theilard— que los conceptos mueren, ya sean ejecutados por los concretos que los suplantan, las argucias que los marginan, o las tecnologías que los vuelven obsoletos. Porque después de todo, es en la ínsula [en lo profundo de la cisura silviana] en donde se aposenta el tizón que enciende los goces de los hallazgos y perpetúa una memoria que vacila entre lo meramente aparente y lo real.

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