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EL DEDO EN EL GATILLO

Mi amor frustrado anda entre Alfonsina Storni y Mercedes Sosa

Fuera de mi círculo familiar, la noticia de mi viaje a Mar del Plata la compartí con mi gran amigo José Wang. Me puse a su orden: me sobraban razones para traerle un detalle de aquellas tierras. Después de varias evasivas, descubrí su predilección por la voz de Mercedes Sosa. Por esa fecha, la gran cantora terminó su cautiverio terrenal y la prensa de su país anunciaba una placa póstuma con sus grandes éxitos. Ese sería mi regalo al bueno de José, mi traductor en Taipéi y a quién debo, además, muchas de mis películas asiáticas.

El Encuentro de Editores Culturales de Mar del Plata previó un día libre. Argentina en abril traslucía el gris intenso de su temporada otoñal. El movimiento de un mar semi embravecido era el referente cotidiano en aquella ciudad que impedía sumergir sus inmensos tesoros culturales.

Y salí al mundo recitando un verso de Alfonsina Storni. Recorrí el malecón en su busca. Me informé de una supuesta estatua frente al lugar donde eligió su eternidad. Crucé varias veces frente al histórico sitial, pero los rastros de la esfinge parecían diluidos a causa del salitre. Fueron varias horas recorriendo aquella avenida costera de cabo a rabo, conversando con pescadores ambulantes, y tratando, inútilmente, de protegerme de la contagiosa frialdad. Extenuado, y con el mediodía brillando en el cielo, me senté a descansar en un promontorio cercano al último lugar donde se vio con vida a aquella mujer cegada por el desamor. Recogí un puñado de tierra y lo guardé en un pequeño frasco para continuar la famosa colección que propuso Italo Calvino en su texto inmortal.

Minutos después decidí volver sobre mis pasos. Le di la espalda al mar y ocurrió el milagro. En lo alto de aquel promontorio descubrí la estatua de mi añorada escritora, como reinando sobre todo el panorama que en vida eligió como final de su propio juego. No estaba, como pronosticaron mis informantes, junto al mar, sino en la cúspide, desafiando ese oleaje infinito.

Entre jugos y empanadas dediqué la tarde a mi amigo taiwanés. Llegué al bulevar de la ciudad donde se reunían los comercios más importantes. No tardé en descubrir un centro cultural dedicado a la venta de música. En él se exhibían afiches y promociones de compositores e intérpretes de todos los tiempos. Un joven bien vestido y mejor educado intentó ayudarme.

-Busco el disco póstumo de Mercedes Sosa para un regalo –le dije informé.

-Lo tenemos, pero es un solo disco. Si es para un regalo, yo le recomiendo la colección de sus obras completas. Recién ha llegado.

-Tráigala entonces –le pedí con cierto temor pues mis finanzas no andaban muy holgadas como para andar en lujos.

Minutos después, el empleado me mostró la colección solicitada, con una cubierta impecable. Mi sorpresa llegó cuando le pedí abrir la caja con los CDs y descubrí su procedencia casera.

-Pero yo quiero los discos originales. Estas son copias -le dije.

-Esos que usted dice ya no existen. Todo el mundo las compra así –me informó.

-Yo pensé que este era un comercio de productos originales.

-Se ve que usted es extranjero. Esta es la tienda de discos más selecta de Mar del Plata. Pagamos impuestos. Tenemos los mejores empleados…

-Pero los discos no son originales.

El joven me arrebató de las manos la caja de CDs, me dio la espalda, y la volvió a colocar en su lugar. Continuó atendiendo a otros clientes.

Media hora después regresé al mismo comercio y no me quedó otro remedio excusarme ante el joven. Pagué el importe de los discos y no requerí un envoltorio especial. A mi regreso a Santo Domingo, mi amigo José Wang casi tiembla de emoción cuando puse en sus manos aquel estuche con la música de su cantautora preferida. Solo entonces, me sentí como un viajero feliz.

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