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El dedo en el gatillo

El tribunal de los muertos

La inteligencia no cree en espantapájaros. Ni ahora, ni en la Roma Antigua, cuya historia sigue en la cabecera de mi almohada como hermosa mujer que espera mis caricias.

Del otrora imperio he aprendido lo poco que sé de los humanos que ejercen el poder. De esa rama del saber escondida en los oscuros trasfondos del “justo tiempo humano”.

De todas las lecciones aprendidas siempre me sedujo el final del imperio, cuando los residuos de la extinguida gran jurisprudencia romana tenían que sacar la cara para castigar a delincuentes y asesinos porque los nuevos jurisconsultos carecían de sabiduría y experiencia para imponer justicia por ellos mismos.

De esa manera, los jueces de la decadencia azurra eran incapaces de tomar sus propias decisiones. Ante un caso de robo, por ejemplo, sancionaban de acuerdo a sentencias similares dictadas por sus antepasados en tiempos de esplendor. No tomaban en cuenta atenuantes, agravantes o circunstancias propias de hecho. Mucho menos las declaraciones de testigos. Todo era muy simple: si los jueces del pasado impusieron un año de trabajos forzados como forma de castigo, esa decisión sería copiada de manera idéntica.

Con esta historia introduzco mi experiencia cubana. El administrador de una librería cerró el local y despachó a sus empleados por celebrarse ese día una de las tantas Marchas del Pueblo Combatiente, nombre asignado por el oficialismo de mi país a una actividad de protesta frente a la Oficina de Negocios de los Estados Unidos, en la barriada del Vedado. Tuve la mala suerte de ir a esa marcha convocada en horas de la tarde y, al término de la misma, encontré en uno de los tantos centros cerveceros llamados entonces “Pilotos”, al referido administrador, sentado en una mesa, conversando animadamente con una mujer mientras ambos sostenían en sus manos sendos vasos “perga” llenos de cerveza.

Confesé el hallazgo al Director de mi empresa y este me autorizó a llevar el caso a los tribunales. En el juicio cada parte jugó su propia carta y al final, fue la palabra de aquel señor contra la mía. El tribunal no sabía a quién dar la razón, y aplazó la sentencia que, al final no me favoreció.

Días después supe de una llamada del juez a una autoridad política pidiendo consejos para ofrecer su veredicto. Y la recomendación fue la de amparar la decisión absolutoria toda vez que contra una jornada nacional de protesta, nada podía ir en su contra. Ni siquiera escaparse de ella para enamorar a una hermosa mujer en un espacio público.

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