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EL DEDO EN EL GATILLO

Amor con amor se paga

En mi primera juventud decidí entregar mi sangre. Fui voluntario del Banco de Donantes en la habanera barriada del Vedado, y cada 6 meses asistía allí a extraer un litro del líquido vital. Lo hacía con orgullo y plena conciencia. No sabía a quién iba dirigido, pero el solo hecho de salvar una vida, me llenaba de orgullo. Como mi grupo sanguíneo, 0 negativo, era el menos común, el equipo de técnicos encargado de la extracción se sentía feliz cada vez que acudía a transfundir. Al final de cada donación me ofrecían como refrigerio un vaso de leche y un pequeño sándwich de jamón y queso, alimentos que para aquellos tiempos, eran manjares. Todavía conservo mi carné de donante voluntario, sellado y firmado por las autoridades cubanas de salud.

Durante aquellas jornadas no me debilité. Fueron varios años de convicción muy personal los que pasé sin que mediaran las condiciones políticas de entonces. Era un simple estudiante con deseos de compartir mis escasos tesoros personales. Dejé de hacerlo cuando comenzaron mis trajines legales y la creación de mi propia familia.

Aquí en Santo Domingo, viví el mismo proceso. Y volví a mis años antillanos cuando un empleado del Campo Las Palmas (1995) requería una transfusión para su hermano. Acudí al Banco de Sangre un anochecer que ahora solo puedo llamar convexo: solo hallé la frialdad de alguien que me puyó la vena varias veces y que al final no supo darme mi constancia de donante. Le enseñé mi carné cubano y ni siquiera lo miró. Le expliqué la necesidad de una constancia de aquel acto para presentarla al hospital, pero este me miró con cierto desprecio: su salario era escaso y aquella noche no tenía deseos de trabajar. Además, mi tipo sanguíneo no coincidía con el de la persona que recibiría el donativo. El empleado del Campo las Palmas escuchó mi relato, me dio la espalda y se marchó a discutir con el enfermero que me atendió. Aquel hecho quedó en el limbo y no sé qué pasó con mi buena voluntad. Quedé depcionado.

Muchos años después, mi sangre se enfermó y un día perdí la poca que tenía. Caí gravemente enfermo y en una semana necesité diez transfusiones diarias para mantenerme con mi vida. Si pude salir airoso, no fue solo por la inteligencia profesional de un grupo de trabajadores de la salud, sino por la generosidad de decenas de amigos (sobre todos muchos de los pasantes de Listín Diario) que acudieron a Cedimat para cambiar sus vidas por la mía. Fue un proceso intenso porque mi tipo sanguíneo no congeniaba con los cientos que acudieron a salvarme.

A todos les dediqué un pequeño poemario que escribí en mis primeros meses de convalecencia.

Aquel hecho me hizo recordar mis años cubanos y hoy, cuando miro hacia atrás, me estremezco al comprobar que la existencia humana es una especie de círculo que siempre vuelve a su lugar de origen como consecuencia del destino en que alardeamos no creer.

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