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El dedo en el gatillo

Miedo de mí mismo

Nunca pensé perdonar. Tuve que salir al mundo en contra de mi voluntad y eso fue suficiente como para llevar una daga justiciera atada en mi cintura. Si algo me detuvo en nunca usarla no fue la falta de escrúpulos, sino aprender a mirarme delante de un espejo.

Todavía estoy esperando que alguien me explique el motivo de mi baja natural de la Unión de Jóvenes Comunistas cuando fungía como un confiable Asesor Legal. Yo sé muy bien cuáles fueron las verdaderas causas. Ninguna fue por cambiar de ideología, ni de bando.

El día de mi citación asistí con mi pequeña hija Roxana en brazos y una sonrisa sobre el rostro que de inmediato desapareció cuando dos jóvenes como yo entonces me pidieron que les entregara mi carné rojo sin darme otra explicación. Ellos tampoco sabían las causas, solo había recibido una orden superior que debía cumplir. En cuanto cumplí con aquellos muchachos que poco tiempo vivieron un trauma semejante sufrí un desdoblamiento. Mientras mis ojos se aguaban, comencé a mirarme en mi propio interior y sentí mucho miedo: si nadie fue capaz de explicarme mis supuestos errores, a partir de ese momento, vendrían nuevas desventuras. ¿O se les puede llamar errores a mis entusiasmos?

No juré vengarme porque aprendí que el rostro es solo un trozo de piel. Dentro de mí se movía un extraño animal al que temía enfrentar.

Y volví a ser ingenuo. Mucho después, en otro contexto, caí en un lecho mortal. Sin sangre en las venas cerré los ojos y comencé a ver historias desastrosas hasta que perdí el conocimiento. No sé qué magia me regresó. Y en ese impasse, miré a través de mi reflejo al hombre que fui: mi mente volvió a rebobinarse y me hallé con fantasmas ilustres que me hablaban de retos y naufragios. En esos días pude ver al extraño animal dentro de mi ser. Quería respuestas. Conversar con alguien. Pero mis amigos de ayer desaparecieron sin dejar rastros. Quedé solo en ese camastro, desconfiando de todo. Y ya todo me daba igual.

Fue en ese momento y no en otro cuando comprendí que el ser humano es solo un cántaro de barro que de pronto cae al suelo y se rompe en mil pedazos, y entonces se hace imposible de reconstruir. Y sentí miedo. Mucho miedo. Miedo de mí mismo.

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