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El dedo en el gatillo

El tremendo juez, de la tremenda corte, va a resolver un tremendo caso

Entre la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (Uneac) y la Casa de las Américas siempre creció la mala hierba. Como soy una de las partes en conflicto (siempre al lado de Nicolás Guillén, por supuesto), me reservo mi opinión de aquella gesta inolvidable.

Sin embargo, como buen “versificador irrelevante”, intentaré resumir un episodio que el mundo cultural cubano de los años 80 convirtió en su entretenimiento preferido. El semiótico y políglota Desiderio Navarro, amo y señor de la revista “Criterios” fue burlado por el co-novelista Guillermo Rodríguez Rivera. Este último, pretendía ganar muchos más méritos ante Roberto Fernández Retamar y Ambrosio Fornet. En un artículo lleno de ironía y mala leche, el citado polemista tildó a Navarro de ignorante, lo llenó de epítetos burlescos, y al final, le enrrostró (en otras palabras) que mientras más idiomas conocía, menos facultad analítica demostraba. Aquella publicación fue respondida por el semiótico quien, por cierto, siempre mantuvo un sentido del humor mucho más fino que el citado benefactor de Roberto y Fornet. Navarro refirió que Rivera, en vez de dedicar su tiempo a la lectura y a la investigación, se la pasaba cultivando su afición por la música populachera, “cantando guarachas”, fumando tabacos, bebiendo a diestra y siniestra, y escapándose a pasear por las playas de Cuba con los invitados de la Casa de las Américas. Nadie hasta esa fecha se había atrevido a revelar públicamente aquellas veleidades de Rodríguez Rivera. Con su “ego” insultado, decidió denunciar a Navarro ante un tribunal por Difamación e Injuria.

Pero Desiderio, humorista al fin, también puso en manos del mismo juez una denuncia similar y ambos fueron citados a una vista pública que fue la comidilla del mundo cultural cubano. El juicio se celebró días después a puertas abiertas, como si se tratara de un concierto de Ricky Martin. El juez recibió con paciencia los alegatos de ambos escritores y no los interrumpió. Sus pequeños ojos no podían ocultar un rojo intenso a través de los cristales bifocales que los cubrían. Una hora después de escuchar ofensas y acusaciones de ambos bandos, se retiró a deliberar. Más bien, fue al baño y a tomar un vaso de agua. Ya tenía en su mente la sentencia. A su regreso, ordenó poner de pie a ambos demandantes, y concluyó. -Yo soy un simple administrador de justicia. Ante mi vienen ladrones, sinvergüenzas, estafadores, gentes de todas las calañas a quienes tengo que imponer sanciones por sus actos delictivos. Ustedes son dos escritores, intelectuales, gentes del saber que en lugar de estar enfrentados entre sí, debieran enseñar a este país a hablar mejor y a redactar con belleza lo que se escribe… y así y todo vienen a mí, en busca de un castigo por un acto simple chismosería barata… ¡Fuera de aquí los dos! Si los vuelvo a ver, les juro que los mando a la cárcel. El hombre se puso de pie, les dio la espalda y se marchó. Aquel juzgado se vino debajo de risotadas y burlas contra ambos demandantes. Lo que sí no se vino abajo fue el sentimiento de venganza de ambos contra ellos mismos y contra todo aquel que el dedo de la política señalara como “sospechoso”.

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