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Vox y los restos de Franco

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Martín CaparrósThe New York Times

Corría septiembre de 2017, plena crisis catalana, y la escena apareció en todas las televisiones: en varias ciudades españolas, grupos de policías partían hacia Barcelona y ciudadanos los vivaban: “¡A por ellos!”, les gritaban, y agitaban banderas nacionales. “¡A por ellos!”, siguieron gritando este domingo por la noche en Madrid, con las mismas banderas, los manifestantes que festejaban la transformación del partido de extrema derecha Vox en la tercera fuerza política española.

Recordaban, con sus gritos, el asunto que los lanzó a esta fama: la cuestión catalana y la incapacidad de los sucesivos gobiernos de la derecha y el centroizquierda españoles para solucionarla. Vox, nacionalismo puro y duro, siempre gritó que había que reprimir a los independentistas con la mayor fuerza posible. Y, más en general, acabar con el Estado federal y volver a un centralismo castellano.

Si el conflicto catalán fue su oportunidad, la crisis del Partido Popular, el conglomerado conservador que gobernó el reino durante doce de los últimos veinte años, fue su partera. Las personas y las ideas franquistas que Vox representa no aparecieron ahora. Siempre existieron, pero la sociedad española las toleraba mal y durante décadas se refugiaron, más o menos calladas, en aquel partido. El Partido Popular incluía y contenía a todas las variantes de la derecha: todos querían estar allí porque allí estaban el poder, los empleos, las prebendas.

Por eso España no tenía un movimiento de ultraderecha como los que embrutecen a Europa. Parecía un motivo de orgullo: los españoles se felicitaban y se jactaban de una lección bien aprendida, cierta razón triunfante. Al final era solo una demora: tardaron unos años más. El líder de Vox, Santiago Abascal, 43 años, funcionario del PP durante más de diez años, registró su organización el 17 de diciembre de 2013, el día mismo en que perdió su “trabajo” popular, pero nadie le hizo caso hasta que la crisis de su expartido dejó a mucha más gente a la intemperie.

El Partido Popular sufrió, en 2018, varias condenas por corrupción que le hicieron perder el poder. Entonces apareció la alternativa, Vox. La empujaron ciertos gestos chillones: ese video, por ejemplo, donde Abascal cabalgaba al frente de quince o veinte hombres y anunciaba que se lanzaba a la “Reconquista”—recuperar España de manos de los infieles—. O sus ataques a los inmigrantes que vienen a sacarnos los trabajos y usar nuestros hospitales y agredir a nuestras mujeres, o sus propuestas de recortar las políticas de género, o sus invocaciones a Dios, la Patria y el Hogar. Abascal, por si acaso, se jacta de andar siempre armado.

Pero decir lo que dicen —¿lo que piensan?— sin tabúes es una de sus mejores armas. Hasta hace poco, romper tabúes era el rol habitual de las izquierdas. Ahora el de muchas izquierdas es crearlos, en nombre de la corrección y la concordia y el supuesto respeto; entonces, cierta derecha se apropia feliz de aquel papel iconoclasta y proclama que ellos sí hablan de lo que nadie habla porque tienen las agallas y la decisión, la voluntad de “cambio”.

Y, a fines del año pasado, los ayudó a crecer la conducta de los otros dos partidos conservadores, el Popular y Ciudadanos. A diferencia de Francia o Alemania, donde los “constitucionalistas” rechazaron cualquier trato con los neofascistas, estos se aliaron con ellos para formar gobiernos regionales: los legitimaron.

Así, rompieron un pacto básico de la democracia española. Durante muchos años hubo en España un acuerdo mayoritario para condenar los años del franquismo. Vox deshizo ese consenso, que muchos aceptaban solo por conveniencia, y se dedicó a revisar lo que significa ser español, lo que significa España. Es esa vieja música: un grupo que se arroga el monopolio de la Patria, esa vieja soberbia nacionalista de decidir qué es la Nación, quiénes son los verdaderos nacionales, quiénes no.

Vox lo hace. En sus mítines erizados de banderas, el reino borbón vuelve a convertirse en un lugar de exclusión, reservado para los que cumplen ciertas condiciones de sangre, nacimiento, raza, ideología. España, en sus rezos, vuelve a ser aquel lugar al que solo tienen pleno derecho los que abracen sus “tradiciones” cristianas, familiares, castellanas, guerreras.

Este domingo los votaron 3,6 millones de españoles. Ganaron, desde abril, un millón de votos. Hace un año no tenían diputados; en abril consiguieron 24; ahora, 52. Son los grandes triunfadores de estas elecciones que tantos consideraron una muestra más de la inutilidad y el egoísmo de sus políticos. O sea: una oportunidad perfecta para que un grupo que se pretende ajeno y hostil a la política tradicional logre apoyos, espacios.

Los consiguió, y ahora se oyen las voces de los progresistas españoles que se espantan sobre todo porque los neofascistas son xenófobos, homófobos, machistas, cazadores, taurinos. Algunos hablan también de sus discursos nacionalistas, centralistas, matones. Casi nadie habla de sus propuestas más estructurales: por ejemplo, reducir los impuestos de los más ricos, las grandes empresas y los bancos.

Es un ejemplo del debate actual: enzarzarse en —muy justas— cuestiones culturales y sociales y olvidar que hay clases, que hay ricos y pobres, que hay explotación y desigualdad y que hay grupos políticos, como Vox, que, en la mejor línea de Donald Trump, intentan aumentarlas con la ayuda de sus víctimas. Es un arte: saber utilizar el miedo, los resentimientos, las esperanzas contrariadas de los más pobres para dirigirlos hacia otros pobres —y dejar tranquilos a los verdaderos responsables de sus desdichas—. Así, seguramente, el domingo consiguieron ese 20 por ciento de votos en el “cinturón rojo” —obrero, izquierdista— de Madrid.

Vox es un fenómeno nuevo y nadie puede predecir hasta dónde llegará. Su predecesor en la pelea por quedarse con la derecha, Ciudadanos, acaba de implosionar: el domingo pasó de 57 diputados a 10 y su fundador y jefe dejó la política. Se supone que muchos de sus votantes se habían pasado a Vox: que prefirieron cambiar el descafeinado por un expreso bien cargado. Votar a Vox parece un equivalente más institucional de las revueltas callejeras latinoamericanas de estos días: una protesta sin mucha claridad sobre un régimen político y social que deja un tendal de insatisfechos; gente que sale a la calle o vota exasperada sin saber bien lo que quiere, pero sí que esto no.

Seguramente Vox seguirá creciendo mientras los demás políticos parezcan más ocupados en pelearse entre ellos que en trabajar para los ciudadanos. El —merecido— desprestigio de la política es la condición indispensable para el crecimiento de estos líderes, de Trump a Jair Bolsonaro,en Brasil, de Matteo Salvini en Italia, a Viktor Orbán en Hungría y a Marine Le Pen, que trabajan para los ricos y consiguen que los llamen “populistas”. Solo una refundación seria, profunda, de los mecanismos de la democracia y la recuperación de cierta justicia social podrán pararlos. Mientras tanto, crecen y asustan, amenazan, medran.

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