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MIRANDO POR EL RETROVISOR

La fe de Esperanza

Conservo la costumbre de caminar por la Ciudad Colonial, el área urbana más antigua de la ciudad de Santo Domingo, resultado del primer asentamiento europeo permanente en América, donde el visitante puede aquilatar el encanto y las historias entorno a sus vetustos edificios y calles adoquinadas. Declarada en 1990 por la Unesco patrimonio de la humanidad, sigue siendo uno de los lugares más visitados por nacionales y extranjeros que encuentran en esta marca-país un lugar de esparcimiento alejado del bullicio de las modernas y tan frecuentadas plazas comerciales. Tan absortos en el recorrido bajo el manto de esta rica, variada y atractiva joya histórica, pocos reparan en las personas que han convertido la zona en su hogar, a la intemperie, sin otro manto que la majestuosidad de sus emblemáticas estructuras. Una de ellas es doña Esperanza, a quien puedes encontrar en tu recorrido desde la Puerta de El Conde hasta el Palacio Consistorial, en un lugar donde se disputan la atención el parque Colón, con sus habituales palomas hartas del abundante maíz que les regalan visitantes, y la Catedral Primada de América, la más antigua del llamado nuevo mundo, con su impresionante techo gótico, pinturas al óleo de la época colonial y sus 14 capillas alegóricas a la evangelización. Siempre que camino por la calle El Conde -como ocurrió dos días de la pasada semana-, una parada obligada es detenerme a conversar con esta mujer optimista y creyente, pese a la adversidades que enfrenta cada día para subsistir. Ella estaba sentada justo debajo de uno de los arcos de sombra del Palacio Consistorial, lugar donde estuvo ubicado el primer cabildo de América. Me contó ese día que tenía una irritación en el ojo izquierdo porque un agente de la Policía Turística (Politur) la golpeó allí sin querer al tratar de desalojarla de un lugar donde entendía que no debía estar. De noche, su “hábitat” se torna más peligroso para Esperanza, pues debe disputar el espacio donde duerme con otras personas que llegan allí a pernoctar. A veces la despojan de las pocas monedas que le colocan en un envase las personas caritativas que circulan por la vía peatonal. Ese día le dejé unas gotas para el ojo que compré en una farmacia cercana, agua y un jugo que prometió tomar luego de digerir un chocolate que le llevaron en la mañana. La segunda vez que visité la zona ya se sentía mejor del ojo. Me contó de una señora de buena posición económica residente en la zona que había fallecido recientemente. “En esta vida nada nos llevamos, viva cada día feliz, sin hacerle daño a nadie, y siendo agradecido de lo que Dios nos da”, reflexionó Esperanza con una calma contagiante. Me transmitió otras reflexiones puntuales de cómo encarar la vida con optimismo y la fe puesta en que Dios suple nuestras necesidades inmediatas. “La gente vive ahora muy acelerada”, expuso sobre ese afán de atesorar bienes materiales sin detenerse a disfrutar esos pequeños detalles que nos regala la vida cada día. Un día la desalojaron de allí y la llevaron a un hospital donde querían darle el tratamiento de una enferma mental. “Yo tengo necesidades, pero no estoy loca”, me dijo moviendo sus manos con firmeza. Reí con doña Esperanza, medité sobre sus reflexiones y en el recorrido de regreso hasta la Puerta del Conde, disfruté cada detalle de estos viejos edificios, algunos de aspecto ruinoso, pero que han soportado tantos años en pie. Igual que Esperanza, a quien dejé sin la certidumbre de cómo serán sus próximos días. Allí en el lugar de siempre, donde Esperanza, pese a soportar los rigores de una vida repleta de limitaciones, conserva intacto lo que su nombre significa.

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