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EL DEDO EN EL GATILLO

¿Hasta tú me apuñalas, Brutus?

Mi profesor de Historia de las Ideas Políticas y Jurídicas, el doctor Julio Fernández Bulté, me preguntó en clases sobre el asesinato de Julio César en una sesión del Senado de Roma.

Corría el año 1973 y el surgimiento y caída del gran imperio peninsular era (y es) tema de mi predilección.

La llegada al poder de Cayo Julio César y su posterior magnicidio me han servido para entender, a manera de parábola, algunos episodios de mi tiempo.

Como se trataba de una respuesta dentro del aula, mi respuesta acusó de brevedad.

En uno de los tantos recesos académicos, procuré al profesor.

Por entonces, la juvenil militancia partidaria y las tareas afines con el desarrollo ideológico de alguien con aspiraciones en una Cuba transformada, me hicieron olvidar que palabras como populismo, conspiración, dictadura y arrogancia, más que humillantes, ocultaban una doble lectura muy similar a la realidad que se abría ante aquella impronta.

En un plano más personal, mi profesor me explicó que a su debido tiempo iba a entender que la historia de Roma no era más que una metáfora de la historia moderna. César era algo así como un semidios, y sus mandatos ya anunciaban la caída del imperio, cuya decadencia definitiva se presagió con su crimen, en plena sesión del Senado.

Casi cincuenta años después de aquella reflexión, entiendo por qué, uno a uno, todos los senadores masacraron al emperador sin que les temblara el pulso. Y Brutus, en un arranque de venganza infantil le propinó al “Rey”, la estocada mortal. Entre otras razones, los senadores amotinados le prometieron un poder que nunca tuvo pues, a partir de ese momento, la vida de Brutus transcurrió en los campos de batalla, hasta su muerte.

César protegía a Brutus.

Le permitía ciertos devaneos y rebeldías. Para muchos fue su hijo bastardo.

Pero como líder al fin, nunca lo vio como sucesor, porque todo aquel con un carisma especial para sustituirlo como semidios de Roma, no tendría un final feliz.

Aquellas reflexiones delante de mi profesor fueron entendidas, pero también replicadas.

-La muerte no es la manera más propicia para eliminar a un político. Lo que se baña con sangre, salpica –enmudecí ante su respuesta.

Y Fernández Bulté prosiguió: -A fin de cuentas, cuando los errores se repiten, la historia se repite -las palabras del académico hoy resuenan en mis oídos con más fervor. Y sin darme cuenta, he aprendido a hacerlas mías. La política solo camina de manos con el polvo que algún día seré.

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