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El dedo en el gatillo

Todos a votar, a votar bien y a votar temprano

En mis años cubanos fui testigo de un hecho poco común. Un día de 1976 se comenzaron a vocear las elecciones del Poder Popular. Y se puso de moda el lema: “Todos a votar, a votar bien, y a votar temprano”. La primera vez que cumplí ese requisito me sentí extraño: la persona por quien debía hacerlo nunca la había visto en mi vida. Pero cumplí la disciplina del gobierno sin hacer preguntas insinuantes para no llamar la atención. Recuerdo que el local donde funcionaba el colegio electoral estaba lleno de niños uniformados con pañoletas rojas que saludaban con la mano en la frente a todo el que terminada de echar su papeleta en la urna.

A mi llegada, alguien me indicó la mesa electoral para mostrar mi carnet de identidad. Cuando verificaron la certeza de mis datos personales, me entregaron la dichosa papeleta donde solo obraban dos palabras: “Sí” o “No”. Hablando en buen dominicano, si marcaba “Sí”, era porque aceptaba al aspirante elegido por la Asamblea del Municipio. Y si marcaba “No”, sería todo lo contrario. Lo más rápido que pude encerré el “Sí” en un círculo y salí de aquel espacio con mil interrogantes dando vueltas en mi cabeza. Aquel espectáculo escapada a mi raciocinio.

Si aplaudí aquellas elecciones fue porque no promovían la politiquería barata. Pero pronto comprendí que aquel tinglado no era más que un espectáculo para llevar al poder a una serie de personajes que nada tenían que ver conmigo, con mi familia, con mis intereses profesionales ni con mi sentimiento patriótico. Pero debía votar por ellos porque eran confiables, y el Partido Comunista así lo instruía. Alguien llegó a decir que aquellas personas “eran la representación del pueblo”.

De otro lado, no me parecía que el país donde nací estuviera en condiciones de asumir los gastos que con llevaba aquel proceso, por poco que fueran. Pero era la época de las vacas gordas, cuando el camarada Leonid Ilich Brezhnev le daba a Cuba todo lo que pidiera, desde el papel y la tinta para las imprentas, hasta las consignas oficiales para ser recitadas de memoria por nosotros, “los sobrevivientes”.

Ese espectáculo se repetía cada dos años y medio para delegados de circunscripción y asambleas municipales. Pero nunca podré olvidar la primera vez que voté en mi vida. Ese año lo hice dos veces: en la primera y en la segunda vuelta. Ese fue el inició para institucionalizar: Primero, las Asambleas Municipales y Provinciales del Poder Popular, después la Asamblea Nacional del Poder Popular, y casi de inmediato, la elección de los Consejos de Estados y de Ministros. Ese extraño panorama completó mi inmadurez política. No llegué a comprender a cabalidad hasta años después, cuando mi valor de cambio no era el mismo que el de una de las estatuas que se erguían en la Avenía G y 23, muy cerca de la Facultad de Humanidades de la Universidad de La Habana.

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